Vivir de verdad
Por: Por: Ángeles, LMSC.
Es sorprendente cómo, según pasan los años, nos vamos dando cuenta (cada vez más) de la diferencia que hay entre lo que nos cuenta la Biblia y lo que celebramos. Lo vivimos el mes pasado. De cómo sucedió el nacimiento de Jesús y en lo que lo hemos convertido.
‘En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna…’, cantamos con el villancico. Había luz. Y nosotros hemos llenado nuestras calles de bombillas y nuestras casas de lucecitas de colores. «El ángel les dijo: no temáis, pues os anuncio una gran alegría…», cuenta san Lucas. Hubo noticia gozosa. Y nosotros llenamos los buzones de tarjetas con buenos deseos y las líneas telefónicas de llamadas para contarnos los tremendos trabajos que pasamos y los últimos dolores que nos aquejan. «Entraron en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y postrándose lo adoraron, abrieron sus cofres y…», describe san Mateo. Hubo presentes para el Niño. Y nosotros intercambiamos regalos, derrochando, abarrotando la nevera de comida y la vida de satisfacciones, incluso espirituales, pues todo esto se complementa, normalmente, con una obra de caridad más espléndida, era Navidad. Llenar, llenar, llenar. ¿Tiene algo que ver el desatino que organizamos, con la sencillez con que ocurrió el acontecimiento de Belén?
Yo he sentido esta pasada Navidad que debería ser otra cosa, he tenido la sensación de tener que vaciar. Vaciar nuestra vida de derroches de todo tipo que van dañando nuestro alrededor y repercuten en los demás. Vaciar nuestro corazón de miserias que nos impiden amar a fondo perdido, o sea, sin esperar nada a cambio. Vaciar nuestra alma de prejuicios, rencores y suposiciones, que hacen que nuestra relación con los demás se parezca poco a lo que Jesús vino a traernos y demostrarnos con su vida. Y vaciar nuestra mente de crisis y problemas sin sentido que desvirtúan la realidad y lo único que consiguen es bloquear nuestras esperanzas e impedir nuestros entusiasmos.
Decimos, con frecuencia, que los niños disfrutan más este tipo fiestas. Puede ser cierto. ¿Nos hemos parado a pensar por qué? ¿No será que ellos están vacíos de lo dicho antes y buscan espontáneamente la alegría para su vida? ¿Tal vez tienen un corazón limpio, vacío y libre -sobre todo, libre- y por naturaleza dispuesto a querer? Pienso que esa actitud del corazón infantil es la mejor manera de vivir este tipo de celebraciones. Porque sólo en un corazón así puede entrar Jesús y vivir esa sensación fresca, lozana, de algo que acaba de nacer, vivo, tierno y suave que llena el alma e inunda nuestra vida. Todos hemos tenido un bebé en nuestros brazos y hemos sentido esas sensaciones. Madres, ¿recordáis el olorcito y la textura de la piel de un niño recién bañado? Perdón por el lapsus maternal, pero tal vez ése sea el Dios que se nos ofrece a diario. Un niño que nació en un parto, un hecho muy particular, que sólo interesa a las personas que les va algo en ello. Volviendo a pensar en el nacimiento del Niño Jesús, siento que también debería de ser algo así. Me atrevería a vaciarla incluso de gente, pues aunque Jesús nació para todos no fue para manipular, explotar y aprovechar la ocasión para mil y un destinos que nada tienen que ver con el mensaje divino.
Tal vez porque ese Dios, Amor, que conoce nuestras debilidades y multitud de fallos insiste cada año -¿cada día?-, y nos sigue pegando el trompetazo en nuestros oídos confiado en que, de una vez, despertemos y empecemos a vivir de forma auténtica.
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