Unción de enfermos

Por: Jaime Ybarra

«Entrar en esa habitación del enfermo, era encontrar un mosaico de impresiones.

Los familiares que se encontraban en ella, se miraban los unos a los otros de manera inquisitoria intentando descubrir, no sólo quién había ordenado la presencia de un sacerdote, sino quien tenía alguna información mejor sobre la evolución de la enfermedad.

Miradas y silencios.

Respetos y preocupaciones.

Miedos a que la enfermedad hubiera evolucionado negativamente.

Desasosiego ante una inminente despedida.

Ojos que miraban a las caras de los demás en busca de respuestas.

Contestaciones no encontradas.

La voz solemne del sacerdote, sacó a todos de sus marasmos. La administración del sacramento de la unción de enfermos, produce entre los presentes sensación de íntimo recogimiento.

El aceite bendito colocado sobre las manos y la frente del doliente y, las oraciones del oficiante, dan por concluido el sacramento. Algunas lágrimas, desconsuelo de la frágil imaginación, tristeza por el presagio de lo más negativo.

La alegría llega en las palabras del enfermo dando las gracias al ‘páter’ por haber acudido a su

petición del sacramento –“Gracias por aligerar mi alma. Mi cuerpo y mi enfermedad lo agradecerán”.

Dicen que, al cabo del tiempo, la enfermedad desapareció y que todos aquellos que se estremecieron al oír hablar de la unción de enfermos, asociándola a una muerte inminente, entendieron que dicha unción es, realmente, un sacramento de vida».

Cuántas veces hemos repetido el aforismo ‘Mens sana in corpore sano’.

¿Es tan difícil entender que un espíritu aligerado de sus cargas es la antesala de un cuerpo libre de enfermedad?

¡Bienvenida seas tú, unción de enfermos!

 

Foto: www.freepik.com

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