¿Regatear con Dios?

Por: P. José María Álvarez, msc

¿Podemos regatear con Dios? Pues no lo sé, pero estoy seguro de que lo intentamos a la menor oportunidad. Y si no, que se lo pregunten a todos los que, cuando tienen un problema gordo o preocupante, intentan solucionarlo regateando al estilo de siempre: “Si me consigues esto… yo haré esto otro”. Vamos, como tenemos observado que hacemos habitualmente y que vemos que funciona en nuestras relaciones sociales.

Porque llevamos bastantes siglos obrando de esta manera para entendernos en nuestros negocios, especialmente los económicos y los políticos. Y, claro, en la medida que nos imaginamos a Dios como alguien supuesto “a nuestra imagen y semejanza”, pues no es de extrañar que pretendamos tener con Él estos trapicheos. Pero, ¿de verdad los podemos hacer? Y, más aún, ¿Él quiere que los hagamos?

Hay un pasaje en la Biblia, en el libro del Génesis, en el capítulo 18 (vs. 23-33), que nos da pie para hablar de esto. Es cuando el patriarca Abrahán se entera de que Yavé Dios va a destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra por su vida licenciosa y que eran, por cierto, residencia de su querido sobrino Lot. Se entabla entonces un curioso coloquio de Abrahán con Dios, en el que pretende interceder por aquellos habitantes malvados para que no sean castigados.

Y así da comienzo un entretenido regateo en el que Abrahán le propone a Dios que perdone a todos si hay entre ellos por lo menos cincuenta buenas personas. Como Yavé le dice que sí, que amnistiará a todos si se da por lo menos esa cantidad, el patriarca sigue con el regateo y baja la cifra a cuarenta y cinco. Y como Dios asiente, Abrahán sigue bajando la cantidad, primero a cuarenta, luego a treinta, después a veinte… y así hasta llegar a sólo diez, un número de buenas personas que, por lo visto, ni siquiera ésas se daban. Al final, sólo se salvarán de la destrucción Lot y su familia, que se ve que no llegaban a esa cifra.

¿Hemos de regatear con Él para conseguir algo? Sin duda, son propias del ser humano estas actitudes.

Es muy llamativo este regateo, por el compasivo intento de Abrahán y por la buena disposición de Dios para salvar lo salvable, y porque nos invita a nosotros también a interceder por quien sabemos que lo necesita. Como resulta también encomiable aquel otro “regateo”, el que realizó el rey David cuando quiso salvar la vida de su hijo y ofreció sus penitencias a cambio de la salud de aquel niño fruto de su adulterio con Betsabé (2S 12,15-22). David suplicó a Dios por el niño, entró en un ayuno riguroso y hasta pasaba las noches acostado en el suelo. Lo hacía con la esperanza de que la penitencia conmoviera a Yavé y el niño se salvara; es decir, regateaba con Dios buscando intercambiar sus sacrificios por la sanación de la criatura, como hacemos nosotros cuando intentamos cambiar algo a cambio de otro algo. Entre nosotros funciona, pero, ¿con Dios?

Hay otro relato también curioso en la epopeya del pueblo judío cuando, después de salir de Egipto, tienen que luchar para conquistar la tierra que se les había prometido. Una de las tribus con las que han de combatir es la de los Amalecitas, con los que entablan una fiera batalla. El caudillo Josué era quien dirigía las tropas hebreas, mientras que Moisés, con su hermano Aarón, presenciaba todo desde la cima de un monte. Allí rezaba elevando sus manos al cielo y el resultado les era favorable a los suyos, pero cuando las tenía que bajar a causa del cansancio la victoria se decantaba del lado de los Amalecitas. Enseguida comprendieron el buen efecto de este detalle, así que optaron por sostenerle los brazos hasta que la batalla terminó con ese buen resultado que esperaban (Ex 17,8- 13). Otro “regateo”, con los mismos ingredientes, intentando conseguir el favor de Dios con un gesto determinado que a nuestros ojos tiene más de “magia” que de otra cosa.

¿Quiere Dios esto? ¿Cede Él a nuestro interés si forzamos su voluntad con sacrificios o mediante gestos cuasi-mágicos? ¿Hemos de regatear con Él para conseguir algo? Sin duda, son propias del ser humano estas actitudes y por eso venimos recurriendo a ellas desde hace siglos. Pero debiéramos aprender bien lo que nos enseñó Jesucristo cuando dijo “Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mt 6,8). Y nos mostró una forma de rezar que se fundamentaba no en las muchas palabras y gestos sino en la interioridad y en la sencillez (Mt 6,5-7), y contando siempre conque Aquél a quien nos dirigimos es un Padre que nos ama y que, por lo tanto, nos va a dar siempre lo que sabe que necesitamos en cada momento (Mt 6, 25-34; 7,7-11). Sin necesidad de regateos ni de trucos o de gestos que capten su atención.

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