Mayo: Alegría es compartir
26 de mayo: San Felipe Neri
Por: Hno. Gianluca Pitzolu, msc
El 26 de mayo, el calendario de la Iglesia universal dirige nuestra mirada a San Felipe Neri, toscano que más tarde se convirtió en romano de adopción. Era un tipo juguetón, que hacía bromas mordaces, y a menudo le gustaba contar chistes, pero en él este comportamiento no era en absoluto censurable, al contrario, mostraba sus virtudes y su incuestionable santidad. Con su ingenio corregía las faltas de su prójimo de manera amable, y era ciertamente más eficaz que si hubiera utilizado modales ásperos y palabras acusadoras.
Un día una mujer fue a confesarse con Felipe Neri, podría decirse que no era mala en general, pero tenía el defecto de la murmuración que a veces podía rayar en la calumnia. Después de escucharla le dijo: «como penitencia, cogerás una gallina, recorrerás las principales calles de Roma, arrancándole lentamente las plumas, que arrojarás al viento; luego volverás a mí». La mujer hizo lo que el santo le había ordenado, aunque le pareció una extravagancia. A su regreso, oyó decir a su confesor: «¡ahora debes volver sobre los caminos recorridos y recoger todas las plumas que has sembrado!». «¡Pero eso es imposible!» replicó la mujer. Entonces el santo concluyó seriamente: «lo mismo ocurre con la maledicencia, el chisme y la calumnia; se dispersan fácilmente por todas partes y la reparación es ardua, a menudo imposible».
Felipe era muy consciente de que el enemigo de la alegría no es la tristeza, como muchos piensan, sino el egoísmo; considerarse sólo a uno mismo y no interesarse nunca por el bien de los demás. Por eso inventó el Oratorio, un lugar donde la gente se reunía alegremente, rezaba, leía textos espirituales edificantes y se interpretaba buena música para dar un poco de alivio al alma. Y pensemos que uno de estos compositores fue Pier Luigi da Palestrina, que más tarde moriría en brazos del santo. Lo singular y verdaderamente revolucionario para aquellos tiempos (1500) era que a su alrededor se reunía todo tipo de gente, nobles y plebeyos, cultos y analfabetos, clérigos y laicos. El santo acogía a todos indistintamente porque quienes prejuzgaban se condenaban a sí mismos a la tristeza. Al dar testimonio de la alegría, consciente de las palabras de San Pablo que exhortaba a los cristianos diciendo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca» (Fil 4,4-5), Felipe sabía que tenía otros dos enemigos declarados: el orgullo y la ambición. No es casualidad que considerara la humildad como la primera virtud del cristiano. La buscaba para sí mismo y sabía reconocerla si estaba presente en los de más. Un día el Papa, conociendo su perspicacia en este sentido, le pidió que se entrevistara con una monja que parecía gozar de éxtasis y revelaciones. El día previsto para la visita llovía a cántaros y Felipe llegó al convento empapado hasta las rodillas. Pregunta por la monja y allí está, cabizbaja, serena, absorta en Dios. El santo, tras sentarse, le pide en tono perentorio: «¡Quítame los zapatos!». Ante esta petición inesperada e insolente, la monja levanta la cabeza; está más que molesta, y se cuida de no obedecer aquella orden. Felipe no le pregunta más. Lo ha entendido todo. Vuelve a ponerse el sombrero en la cabeza y, de regreso al Papa, le informa de que, en su opinión, una persona tan altiva no podía ser ciertamente una santa. Esta monja era todo lo contrario de Felipe, que en realidad tuvo en su vida admirables dones místicos, por los que levitaba continuamente durante la celebración de la misa, y varias veces tuvo visiones y consuelos de María Santísima.
A pesar de su extraordinaria vida mística, hizo todo lo posible para quedar como un inútil, un medio tonto. Por eso solía bailar como un acróbata por las calles, saliendo con la túnica puesta del revés, poniéndose en los pies unos anchos zapatos blancos, más propios de una máscara de carnaval que de un distinguido sacerdote.
Clemente VIII, papa recién elegido, teniendo en gran estima a Felipe Neri, y conociendo bien la importancia de su Congregación del Oratorio en la Iglesia de la Contrarreforma, quiso hacerle cardenal, pero el santo trató de eludir esa propuesta. Y como el Papa insistía, finalmente encontró la manera de complacerle. Le dijo que aceptaría, pero con una condición: que él eligiera el momento de su consagración. Por supuesto, el tiempo pasó y ese momento nunca llegó.
Todo es vanidad en este mundo si no sirve para la Vida Eterna. Y, lo que es más, sólo lo que nos abre las puertas del cielo, nos da también la verdadera alegría en esta tierra.