Los males del pecado

Salvo los males físicos, en los que los humanos sólo son víctimas, la mayoría de sus males son de carácter moral, porque provienen de su interior, de sus pasiones desordenadas, haciéndonos a la vez culpables y víctimas de nuestro propio pecado.

P. Isaac Riera, msc

Y son tres ámbitos en los que se manifiesta el pecado humano: como ofensa a Dios, como mal de los individuos y como mal colectivo.

El pecado es ofensa a Dios. El laicismo imperante en los tiempos modernos no tiene en cuenta la relación directa con Dios y, por tanto, sólo considera el pecado como prejuicio religioso. Pero es un grave error. Dios es la Bondad y Santidad infinita y todo pecado es el mal que lo profana. En el creyente cristiano la ofensa a Dios es especialmente grave porque es nuestro Padre del Cielo y un hijo está obligado a amar y no ofender a su padre (Cf. Mt, 6,12). Jesucristo, que ama a los hombres sin límites, reacciona con tristeza cuando es abandonado por sus discípulos (Cf. Mt. 26,31), negado por Pedro (Cf. Lc. 22,61) y ultrajado por los judíos. Y el Espíritu Santo, Dios del Amor, que se entristece en nuestro interior cuando pecamos (Cf.).

Somos víctimas de nuestro propio pecado. El ser humano es espíritu en la carne y de ahí la división interior que experimenta en su vida mortal, algo que no ocurre en los animales. Puede ser capaz de lo mejor, cuando domina sus pasiones, como vemos en los santos, y puede ser un malvado, cuando cede a ellas, y es este mal el que más abunda en el mundo. Todos tenemos la amarga experiencia interior de la falta de paz y de felicidad cuando pecamos. Un pecador nunca puede ser feliz y cuanto más grande es el pecado, mayor es la infelicidad. Prueba muy clara de ello es lo que estamos viendo hoy en nuestro mundo. La depresión, enfermedad del espíritu, es la gran manifestación de infelicidad en el ser humano y hoy está más extendida que en ninguna otra época.

En definitiva: el amor de entrega, de sacrificio y de donación desinteresada es el fin maravilloso al que debe llegar el inquieto espíritu humano.

Somos culpables del mal hacia los demás. La vida humana es fundamentalmente relación diaria y constante con otras personas y el pecado hacia los demás es la dirección de nuestras acciones, palabras y omisiones. Somos siempre proclives a pensar mal de nuestro prójimo, en lugar de bien, a reaccionar con envidia de sus éxitos, a la acusación de sus defectos, a la agresividad de los insultos e incluso a la pasión destructiva del odio. Sólo son buenas, caritativas y comprensivas hacia los demás una exigua minoría de personas. Y, sin duda alguna, es esta la muestra inequívoca de santidad. En este sentido, los deseos de paz que proclama nuestro mundo moderno son inútiles, porque se olvida algo fundamental: la verdadera paz se produce en la conciencia, no en la política.

La sociedad víctima de sus propios pecados. Aparte de los individuos, también la sociedad padece los efectos negativos de sus transgresiones morales. La gente es víctima de guerras, muchas veces provocadas por ella misma con sus desórdenes; padece la opresión de sus libertades por regímenes totalitarios; tiene que sufrir las injusticias y la explotación económica de poderosos sin escrúpulos; es objeto de marginaciones dolorosas y de enfrentamientos nacionalistas y de clases políticas. No es verdad que los males que padece sean debidos a una fatalidad inevitable. Desde tiempos antiguos, muchas sociedades, una tras otra, han ido desapareciendo no por culpas ajenas, sino por su propia culpa.

La sociedad culpable de muchos males. Pero no es solamente víctima, sino también responsable de desórdenes agresivos. Pensemos en la violencia de muchas huelgas que con pretexto de mayor justicia provocan injusticias; en la politización de las masas por intereses claramente partidistas; en las mentiras que se difunden aprovechándose de la ignorancia de la gente; en los malos ejemplos y escándalos que aparecen diariamente en los medios de comunicación; en el materialismo consumista indigno de seres racionales; en el genocidio de los abortos provocados con eliminación hipócrita de millones de inocentes. El egoísmo más descarado se ha instalado en nuestra sociedad, que es culpable de muchos males que se podrán evitar.

Rearme moral, morir para resucitar. Los seres humanos deberíamos estar convencidos de la suprema importancia del misterio pascual cristiano para experimentar la paz y la felicidad en nuestro interior. Así como la muerte de Cristo es el camino para su resurrección, la muerte al pecado es la condición absolutamente necesaria para la vida nueva. Es verdad que la Cruz que Cristo nos pide es negarnos a nosotros mismos; pero esta negación nos conduce a la muerte de nuestros egoísmos, causa profunda de nuestra infelicidad. En definitiva: el amor de entrega, de sacrificio y de donación desinteresada es el fin maravilloso al que debe llegar el inquieto espíritu humano.

 

Foto: www.freepik.com

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