La envidia, la pasión secreta y vergonzosa
Entre todas las pasiones humanas, la envidia, un mal sumamente extendido, es la más secreta y vergonzosa, porque es propio de almas ruines y miserables, tener tristeza o pesar del bien del prójimo.
Podemos manifestar abiertamente nuestras pasiones y hasta ufanarnos de ellas, pero nunca manifestamos nuestra envidia a nadie. Es un sentimiento muy secreto que nos carcome por dentro sin compensación alguna. Dice Quevedo: “la envidia anda siempre flaca y amarilla, porque muerde y nunca engorda”. Si un indicio certero de los buenos sentimientos de un alma es estar abierta a los demás y alegrarse de sus éxitos, el indicio infalible de que un alma es nido de torcidos sentimientos es estar poseía por la envidia. Nunca es auténtica. Lo que dice encubre sus verdaderos sentimientos y vive de apariencias.
El ámbito de la envidia. La envidia tiene por objeto, no a la gente que vive fuera de nuestro entorno, sino a personas concretas y bien conocidas, con las cuales convivimos diariamente, sea en una comunidad concreta y estable, en el vecindario de nuestra casa o en la relación diaria con los compañeros de trabajo. En otras palabras: la envidia vive y se desarrolla en la proximidad, hacia quien es verdaderamente nuestro ‘prójimo’. Podemos sentir odio y aversión hacia personas que conocemos por los medios de comunicación, pero no envidia propiamente tal. Esta nos la produce esa persona determinada que tratamos diariamente y cuya belleza, inteligencia o buenas cualidades no podemos ni reconocer, ni soportar. Y la persona envidiosa nunca atacará abiertamente a la persona envidiada, sino que buscará motivos más o menos razonables para hacerle daño.
Las raíces de la envidia. Todas las pasiones, si se analizan en profundidad, provienen de nuestro amor propio y de los deseos desordenados de nuestro yo. Así sucede muy claramente con la envidia. La persona envidiosa está poseída por la pasión secreta de sobresalir, de triunfar, de ser reconocida por los que la conocen. Ese es su fin no confesado, pero real. Por eso, tiende a ver como enemigos a aquellos que le pueden hacer competencia. Es un ser acomplejado. Consciente de su falta de cualidades, intenta sobresalir, no por sus acciones desinteresadamente buenas, sino por aquellas cuya secreta intención es obtener aplauso y fama ante los que le tratan. El fin último es sentirse importante, aunque realmente no lo sea, y no acepta ser como es, viviendo sólo de apariencias. Si la sencillez es el brillo de las almas trasparentes y auténticas, la complejidad y segundas intenciones es lo propio de la persona envidiosa y acomplejada.
La humildad, la gran virtud evangélica, es fundamental para que nuestros sentimientos y acciones estén orientados sinceramente hacia el amor y el bien de los demás.
Los males que causa la envidia. Esta miserable pasión, no sólo hace profundamente infelices a los que la tienen, sino suele ser la causa secreta de muchos males en otras personas. Son innumerables las personas que son víctimas de la envidia, unas veces sabiéndolo y otras sin saberlo. La persona envidiosa nunca es de fiar, porque jamás es sincera. Dice lo que le conviene y siempre con segundas intenciones. Pero lo más grave es que la envidia siempre desemboca en la crítica destructiva hacia su prójimo, hacia aquellas personas concretas que son envidiadas. La crítica hacia los demás constituye, sin duda, el mal más extendido del mundo, pues más del noventa por ciento de las palabras que cada día se vierten en el mundo son palabras de crítica. Pero hay una crítica sumamente injusta y dañosa: la crítica del envidioso.
La envidia en la Sagrada Escritura. Son muchos los pasajes de la Biblia en que se menciona y condena la envidia, pero nos referimos a los más significativos. «Pero si lo hacéis todo por envidia viviréis tristes y amargados (…) porque la envidia produce peleas, problemas y todo tipo de maldad» (Sant 3,14-17). S. Pablo afirma: «El amor no tiene envidia» (1Cor 13,4). El Génesis nos dice que el demonio introdujo el pecado y el mal en la humanidad por envidia hacia el hombre. Pero lo más grave es que Cristo fue rechazado, juzgado, condenado y crucificado por envidia de las autoridades religiosas judías. Envidiaron su conducta, su doctrina, su excelencia sobrehumana. Esta miserable pasión, no sólo puede ser causa de muchos males entre los humanos, sino que también puede alcanzar a lo trascendente y divino.
La humildad, la virtud para amar al prójimo. Siendo la envidia el sentimiento más opuesto y dañoso hacia el prójimo, comprendemos que la humildad, la gran virtud evangélica, es fundamental para que nuestros sentimientos y acciones estén orientados sinceramente hacia el amor y el bien de los demás.
Mientras que la envidia cierra nuestra alma hacia nosotros mismos, la humildad, por su propia naturaleza, es apertura, comprensión, interés por los que conviven con nosotros. Procuremos ser más humildes y nuestras relaciones humanas, sin necesidad de otras consideraciones, estarán impregnadas de paz, de perdón y de amor, porque en la mayoría de las tensiones y confrontaciones entre los humanos siempre están las envidias, los egoísmos y los intereses de por medio.
P. Isaac Riera, msc