Fe cristiana y miseria moral
En la persona humana, lo auténticamente cristiano convive siempre con la miseria moral propia de nuestra condición, dos dimensiones inseparables que es necesario aceptar como son.
La fe es la primera dimensión humana, que conforma las creencias de la persona, con sus criterios y su conducta según la palabra de Dios. La seguda son las miserias morales, que tiene que sufrir en sí mismo y en las demás personas. Es completamente falso lo que dicen muchos ateos, que el cristianismo es un refugio artificial del alma ante los dramas de la vida. Es más bien lo contrario. A diferencia del budismo, que busca la eliminación del deseo del alma como causa del mal del mundo, y del islamismo, que ve la vida como acto de sumisión incondicional a la ley y voluntad de Alá, el cristianismo nos hace vivir el amor de Dios y al prójimo, no con meros sentimientos pasajeros, sino en la entrega incondicional y práctica, en la aceptación de todas las personas y, sobre todo, en buscar la santidad a pesar de nuestras miserias. En la fe cristiana, la luz resplandece siempre.
La miseria moral, sombra inseparable de lo humano. Pensar que las miserias del ser humano, como sus defectos, pueden evitarse con buena voluntad, es manifestar profunda ignorancia de su naturaleza. Los filósofos de la ‘razón’ del siglo XVIII defendían que el hombre no es malo, sino ignorante, y basta que adquiera los necesarios conocimientos para que su comportamiento sea razonable y correcto; es decir, la bondad está en proporción directa con la sabiduría. La falsedad de esta tesis quedó terriblemente demostrada con las grandes guerras, genocidios y totalitarismos en los dos últimos siglos de la edad moderna, que constituyen los mayores crímenes de la historia. La psicología profunda, por otra parte, nos muestra hasta qué punto nuestra alma está ensombrecida por pasiones egoístas ocultas. Nuestra miseria aparece en el mismo instante de nuestro nacimiento, en nuestra boquita exigente, quejumbrosa y agresiva. Y es que el pecado original se manifiesta en todas las etapas de la vida humana.
Fisonomía de la miseria moral. A pesar de las innumerables formas en las que puede manifestarse nuestra miseria, es posible determinar sus rasgos distintivos. La miseria moral no es un acto concreto, sino una disposición del alma, un hábito, y que es la causa del pecado concreto, de ahí la dificultad de su desarraigo. Y esa dificultad se acrecienta porque se fundamenta en la roca inexpugnable de nuestro orgullo y amor propio, muy difícilmente el miserable moral reconoce su culpabilidad. Por otra parte, siempre hemos de tener en cuenta que la miseria moral es el conjunto de pasiones y tendencias que tienen su nido en nuestro corazón: sexualidad, odios, envidias, avaricias, deseos de sobresalir, espíritu crítico, etc, etc. Y algo muy importante: la miseria moral, aunque se experimente solamente en el interior de nosotros mismos, siempre tiene como imaginativa referencia al otro o a la otra, es decir, que las demás personas son necesariamente el horizonte de nuestras pasiones secretas.
El cristianismo nos hace vivir el amor de Dios y al prójimo, no con meros sentimientos pasajeros, sino en la entrega incondicional y práctica.
La fe y la experiencia del pecado. Como es bien sabido, la dificultad de armonizar estas dos vivencias humanas, llevó a M. Lutero a la herejía protestante, de consecuencias gravísimas para la catolicidad. Esto nos indica la gran importancia de esta cuestión en orden a que el cristiano tenga el criterio adecuado. Ante todo, hemos de saber que la fe, incluso profundamente vivida, no nos libra de problemas íntimos, ni de dudas, ni de oscuridades. Apoyarse en la gracia y el amor de Dios solamente, como muchas veces ocurre, es muy difícil, es sobrenatural, y solamente lo vemos en las almas santas. La fe del cristiano no le hace salir de las miserias propias del ser humano, ante bien se las hace sentir con mucha más fuerza que los demás pues tiene plena conciencia del mal, de su fuerza y de su universalidad. Son muchos los humanos que se no se preocupan ni por hacer el bien, ni por evitar el mal, pues viven sólo en función de sus problemas. El cristiano, por el contrario, no puede ni debe aislarse en su propio mundo y, por eso, tiene que desarrollar su fe en medio de la miseria moral de la gente.
Las miserias como progreso espiritual. El alma del auténtico cristiano se transforma hacia la santidad, no sólo por lo que hace, sino también por lo que padece. Así ocurre con las miserias morales. En el orden personal, la experiencia y lucha contra las propias miserias nos hacen progresar en la humildad, la virtud fundamental del Evangelio, que se adquiere, no por sentimientos, sino por fracasos y derrotas de nuestro amor propio; cuando somos humildes, no nos estamos justificando y defendiendo continuamente ante los demás, sino que aceptamos la corrección; y cuando nos salen mal las cosas, no nos desanimamos, sino que se purifica nuestra intención. Y en nuestra relación con el prójimo, las miserias morales que proceden de su modo de ser o comportamiento, en lugar de ser motivo para la reacción ofendida, han de ser ocasión para llevar a cabo el perdón y la amabilidad caritativa, y que han de manifestarse, justamente, en tantos y tantos casos en las que esa miseria moral del prójimo nos invita a ser más comprensivos.
P. Isaac Riera, msc