Experiencias agridulces (Guatemala)
Estas son dos vivencias donde se unen la satisfacción de la misión, con los sinsabores de los momentos duros, unos por las circunstancias propias del día a día y otros por las consecuencias trágicas de la apuesta, desde el Evangelio, por las personas oprimidas.
Por: P. Joaquín Herrera, msc.
Lo pensaba, lo suponía y pasó. Era la primera vez que se quedaba solo en la extensa parroquia indígena del departamento de El Quiché, ahí en la hermosa y sufrida Guatemala. Todavía estaba en sus manos el aroma del crisma recibido hacía pocas semanas en su ordenación sacerdotal. Con sus veinticinco años a cuestas y unas pocas semanas de estar en un país extraño, en un departamento netamente indígena, (en lenguaje del lugar habitado por los descendientes de las etnias originarias quichés en este caso), se quedó solo, ya que su párroco, el hoy Beato Mártir Faustino Villanueva, msc, tuvo que ausentarse por unos días. Lo primero que pensó fue en el apuro que pasaría si le venían a buscar para atender a algún enfermo. Y sucedió. Al día siguiente, se presentó Sebastián solicitando que fuera a atender a su suegro enfermo. No iba solo, le acompañaba una vieja mula. Le preguntó si estaba cerca la casa y la respuesta fue sencilla, con un gesto de unir los labios, sacar el morro y mirar hacia el este agitando la cabeza, le manifestó lo que luego dijo en su medio `castilla´: “Ahí no más, Padrecito”.
La primera salida. Y el Padrecito se puso en marcha. “Montá la mula, es tranquila, hay que caminar un poquito”. El poquito le pareció sospechoso, pero lo de la mula ya sobrepasaba sus temores. Nunca había montado en una cabalgadura. Sus únicos conocimientos equinos eran los que había visto en su adolescencia en las películas del viejo oeste norteamericano, en ellas los jinetes y sus hermosos corceles le llenaban su imaginación y sus juegos. Ahora, delante, tenía una vieja y delgada mula: ¿cómo se montaba?, ¿cómo se conducía tal ejemplar?, ¿cómo se dominaba si se ponía un poco nerviosa o se encabritaba? Las breves indicaciones de Sebastián suplieron las clases de equitación que nunca tuvo en sus tiempos de estudiante. Y se puso en marcha, no sé por qué, pero me contó que en ese momento pensó más en Sancho Panza que en el Quijote.
Los hermosos paisajes, el camino de cabras, las subidas y bajadas de verdes cerros contrastaban con el “ahí no más” de Sebastián que se le hacía eterno. Dos horas nada más de ida. Bajó con bastante facilidad y entró en la humilde choza del suegro. Ahí estaba él, en un camastro con síntomas de una muerte cercana, con llagas y pequeños gusanos que pululaban en ellas, con hedor fuerte e intenso que daban ganas de vomitar. Ahí estaban sus allegados intentando suavizar su dolor con su presencia y ternura. Sintió una gran diversidad de sentimientos ante esta visión. Pero siempre me contaba que la cara del suegro manifestaba una serenidad, una conformidad y una esperanza de ser perdonado y de recibir el Señor en la Eucaristía para emprender la marcha hacia la vida eterna, que le impactó profundamente. No dudó nunca el Padrecito en afirmar que los pobres le evangelizaban. Esa cara se le quedó grabada y suplió todo el cansancio.
¿Cansancio? Le quedaban más de dos horas de regreso en lomos de la tranquila y mansa mula. Llegó, pero ya se pueden imaginar cómo llegó, caminaba como que pisaba huevos, molido, le costó tres días para volver a la normalidad. En la experiencia de vida de “caballero” fue mejorando con más de una caída y unas aventurillas normales en todo incipiente aventurero.
Misionero evangelizado. Han pasado ya varios años. La imagen del suegro de Sebastián se le presentaba con frecuencia, su cara de paz, de conformidad y de fe en el perdón y en la alegría del encuentro con el Señor, le ayudaban a comprender y vivir con gozo el estar al servicio de los demás, portador del amor de Dios: cercano, tierno, misericordioso y fuerte. Puedo asegurar que el Padrecito sigue alegre, ya sin mulas, dejándose evangelizar por los pobres. Esos mismos con los que, junto a sus compañeros, habían adquirido un compromiso y que llevó a algunos de ellos a morir asesinados por quienes no reconocen que la dignidad humana está en todas las personas. Y así cuenta, de nuevo en primera persona, otra de sus experiencias agridulces.
Mucho que celebrar. Es el lago más hermoso del mundo, decía con orgullo Tomás Pixcar. A lo mejor exageraba un poco, pero no se podía negar que estábamos frente a un hermoso lago rodeado de volcanes, de pequeños pueblos con grandes iglesias coloniales, con viejos cayucos manejados por expertos pescadores que nos invitaban a pensar en tiempos pasados.
Atitlán, así se llama el gran lago, es una de las visitas obligatorias en la bella Guatemala. Pero sus aguas son un poco traicioneras ya que a ciertas horas y según los vientos se vuelven violentas. Sí, como pasó en el lago Tiberíades cuando los apóstoles gritaban llenos de angustia: «¡Señor, sálvanos!» (Mt 8,25).
Subiendo a las cimas de las montañas que le rodean el paisaje es realmente bello, imponente, fantástico. Doce pueblos rodean sus orillas entremezclados en verdes bosques y arriesgados caminos de tierra que los convierten en más atractivos aún. En una de esas montañas, al borde del lago, hay un moderno convento de hermanas abierto a convivencias, retiros espirituales, encuentros y reposo si se desea. Ahí, en el año ochenta del siglo pasado, estaban reunidos representantes de toda Latinoamérica de los Misioneros del Sagrado Corazón para evaluar su camino, renovarse en su seguimiento del Señor que les invitaba a ser testigos de su amor en ese continente, buscar nuevas respuestas ante un mundo en cambio y reafirmar su opción preferencial por los pobres. Ese encuentro se iba a finalizar en Chichicastenango con una solemne Eucaristía y una alegre fiesta ya que se celebraba el 25 aniversario de la presencia de los Misioneros del Sagrado Corazón en El Quiché.
Giro radical. La Conferencia resultó un éxito en sí misma, pero en el último día estalló lo que temíamos y no deseábamos que sucediera. Se hizo pública la persecución solapada contra la Iglesia con nombres concretos de algunos de los presentes en ella. La celebración en Chichicastenango se cubrió de temores fundados que forjaron una guerra civil no declarada durante largo tiempo. El compromiso de la Iglesia con los más pobres y necesitados, con los marginados y menospreciados era algo que ciertas entidades y grupos concretos y poderosos del país no veían con buenos ojos ya que iba contra sus intereses, sobre todo económicos. El Evangelio encarnado en la vida, la lucha por el respeto a la dignidad de la persona, la defensa de sus derechos, la toma de conciencia de los mismos efectuada por la Iglesia lo consideraban un peligro que bautizaron con el nombre de “Comunismo”.
Semanas más tarde era asesinado por el ejército José María Gran Cirera, un joven Misionero del Sagrado Corazón de 35 años, proclamado hace tres años Beato Mártir de El Quiche. Su entierro, en Chichicastenango, se convirtió en un populoso y triste tanatorio a la vez que en una manifestación de fe y esperanza. Llevando su ataúd a hombros de sus compañeros, uno de ellos el P. Faustino Villanueva, un veterano MSC de El Quiché, hizo una pregunta en voz alta: “¿Quién será el próximo?”. Y el próximo fue él, en menos de un mes de diferencia. Y continuó la violencia, innumerables catequistas asesinados sólo porque vivían una fe encarnada, un amor cristiano demostrado en obras concretas al servicio de los demás. El P. Juan Alonso, msc, completó el triduo de los tres miembros de la Congregación asesinados y con ellos siete de sus catequistas reconocidos hoy, los 10, como Beatos Mártires de la Iglesia. Todos conocían esa forma de hacer misión a lomos de una mula o de un caballo, para llegar donde la gente les necesitaba.
Y el lago de Atitlán sigue ahí, como testigo mudo de historias sembradas con sangre en un país hermoso, con buenas gentes. Pero un país de corrupción y contrastes. En un país con esperanza en Dios y en sus gentes. En un país donde los Misioneros del Sagrado Corazón seguimos trabajando siempre con la opción preferencial por los pobres, donde la vida clama.