El perdón que necesitamos

Por: Pilar, LMSC

Estimados lectores de nuestra revista. De nuevo me pongo frente a un folio, para compartir con vosotros mi inquietud, esta vez sobre el perdón. Según pasan los años, comprobamos que gracias al empeño que ponemos en evitarlas, nuestras faltas o pecados parecen menos; quizá se reducen a aquellas faltas que se presentan imposibles de corregir, porque casi forman parte de nosotros mismos. Esto quiere decir que siempre necesitamos del perdón y que con humildad, acudamos al Sacramento de la Penitencia que Jesús nos dejó y la Iglesia administra en su nombre para que, limpios, sigamos el camino ayudados por las gracias del Señor.

Podemos apreciar dos formas de perdón: el perdón del Padre misericordioso y el perdón del hombre. Para mí, el perdón de Dios lo vemos claro en la Parábola del hijo pródigo. En ella, Jesús nos presenta al padre lleno de amor por sus hijos, sin hacer distinción de las faltas que cometen. Su amor es incondicional por ambos. Si acudimos al texto evangélico, el hijo fiel se indigna por la forma en que el padre acogió a su hermano y se niega a entrar en su casa. Vemos la reacción del padre que salió a buscarlo y trató de persuadirlo y hasta le suplica, le ruega que entre y participe de la fiesta.

El Padre conoce muy bien a sus dos hijos y los ama a los dos con independencia de su comportamiento. Ama a cada uno de forma individual, pero a los dos por igual, por eso, su perdón total es el mismo para los dos. Lo que vemos en la reacción del padre es que el amor que los tiene es tan grande que perdona sus reacciones de rabieta y orgullo, pero también es de destacar que al menor no le haga tampoco ningún reproche. Parece que está impaciente por comenzar la fiesta, como si eso fuera lo único que le pide su corazón de padre amoroso. El hijo pródigo se arrepintió de sus pecados, seguramente acuciado por la necesidad, causa que el padre no tuvo en cuenta y sólo valoró su arrepentimiento, para devolverle la dignidad que había perdido y abrirle su corazón y su casa, es decir, le volvió a lo que era antes de ofenderle, con la dignidad de hijo.

Esta parábola, a pesar de haberla oído y meditado tantas veces a lo largo de nuestra vida, aún nos emociona y conmueve nuestro corazón, e incluso nos hace saltar las lágrimas. Jesús vino, según sus propias palabras, para salvar a los pecadores, pero ¿quiénes somos los pecadores? Todos, absolutamente todos, somos pecadores. Por eso, cuando Él dice que no ha venido a buscar a los justos, se refiere a aquellos que se tienen por justos, porque no es posible prestar ayuda a quienes se precian de no necesitarla. Él ofrece la salvación a todos y unos la aceptan y otros la rechazan. Él solo la propone, no obliga a nadie.

Lo que queda claro es que Jesús ama al pecador sea quien sea y detesta el pecado, sea éste del grado que sea. Pero su misericordia y amor por todos le lleva a perdonarnos, siempre que nos arrepintamos de corazón. Ahora bien, también nos pone una regla para poder perdonarnos: que seamos capaces nosotros de perdonar. Ésta, creo, es la razón por la que en el texto del Padre nuestro incluyó un recordatorio de lo que desea que seamos conscientes: el perdón que necesitamos y que Él nos otorga debe ser del mismo nivel con el que nosotros perdonamos a los que nos agravian. Así, cada vez que lo rezamos, decimos ese recordatorio: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Ahí está la medida de nuestro perdón, lo que seamos nosotros capaces de perdonar a nuestros hermanos.

Cada mes, los Laicos MSC, te proponen un tema para hacerte pensar. Puedes enviar tu reflexión a: Avda. Pío XII, 31. 28016 Madrid o correo electrónico: asociacion@misacores.org.

 

Foto: www.freepik.com

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