El cristiano y el mundo

P. Isaac Riera, msc

El término ‘mundo’ tiene varias acepciones, pero para el cristiano es el ámbito y el reino del pecado opuesto al Reino de Dios: «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16). Lo más importante para el cristiano es la última petición de Jesucristo a su Eterno Padre en la última cena como despedida final de sus discípulos: «Yo les he dado tu palabra y el mundo les odió, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17,16). «Si el mundo os odia sabed que me odió a mí antes que a vosotros» (Jn15,16). El contraste entre ‘el mundo’ y el cristiano se hace manifiesto en éstos puntos:

Aquí y/o allí. El mundo pone todos sus afanes y preocupaciones solamente en esta tierra y considera a la muerte como el punto final del hombre. El cristiano, por el contrario, considera la vida humana, como un costoso peregrinar a su verdadera patria, que es el Cielo.

Dentro y/o fuera. El mundo es el ámbito envolvente en el que se desarrolla la vida de los humanos y es muy difícil liberarnos de su pernicioso influjo, muy especialmente en nuestro tiempo, pues tenemos en nuestro mismo hogar los hechos y dichos mundanos. El cristiano, por tanto, se ve obligado a un total aislamiento, incluso en su mismo hogar, para alejarse de lo que ve y oye cada día en la televisión, el celular y los videos.

Mundano y/o divino. El mundo pone la felicidad de los humanos sobre todo en los placeres y satisfacción de las pasiones desordenadas. El cristiano, por su parte, sabe y cree que la auténtica felicidad no se alcanza en este mundo, sino en el otro, y se prepara para alcanzarlo después de la muerte.

Material y/o espiritual. El mundo también busca la felicidad sobre todo en las riquezas materiales y el dinero, es decir, en las cosas que se pueden comprar como se compran los alimentos y, por eso, está totalmente inmerso en un craso materialismo. El cristiano, en cambio, busca ante todo los bienes del espíritu mediante la santidad de vida.

Careta y/o verdad. El mundo no está interesado por la verdad, sino por las apariencias, y por eso es el inmenso campo de las vanidades en los hombres y mujeres, haciendo de la vida un teatro para conseguir aplausos. El cristiano no busca la imagen social de su persona, sino la verdad en su recta conciencia.

«Yo les he dado tu palabra y el mundo les odió, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17,16)

Yo y/o los demás. El mundo presenta la vida humana como una lucha de egoísmos y soberbias buscando triunfos sobre los rivales en una guerra de todos contra todos. El cristiano, en cambio, se abre al prójimo en la humildad de espíritu, imitando a Jesucristo ‘manso y humilde de corazón’ para encontrar la paz interior, la única verdadera.

Polarización y/o amor. El mundo es el escenario de las enemistades, insultos y venganzas en dichos y hechos, ignorando que la caridad verdadera no consiste solamente en dinero para ayudar al prójimo, sino también en respetar su dignidad de persona. El cristiano, por su parte, trata de cumplir el mandato último de Jesucristo «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn15,12) considerando a todos los hombres como hermanos.

Ruido y/o paz. El mundo es el campo de la extroversión en las diversiones que los humanos necesitan para no enfrentarse con su vacío interior y su angustia huyendo de sí mismos. El cristiano, por el contrario, busca la paz interior del silencio y del retiro de los ruidos del mundo para escuchar la suave voz de Dios.

Superficie y/o profundidad. El mundo se fundamenta en las superficialidades y frivolidades que son propias de las personas inauténticas, incapaces de cualquier vivencia profunda, El cristiano nunca es superficial, sino que se adentra en lo profundo de las cosas y de la vida buscando las experiencias de la belleza y del amor auténtico.

Amargura y/o felicidad. Y el mundo, finalmente, quiere encubrir el vacío y la tristeza interior de las personas con la huida hacia el sexo, el alcohol y las drogas, como vemos en nuestros días. El cristiano, en cambio, posee en su interior el don de la alegría que es fruto del Espíritu Santo.

En conclusión. El auténtico cristiano se ve a sí mismo como extranjero en su propio mundo, pues no participa de los afanes, de las costumbres y de los sueños de sus compañeros de vida. Se ve obligado, por tanto, a ver el mundo de los hombres ‘desde una montaña’, como dice, el emperador romano, Marco Aurelio.

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