Diciembre: El dolor de la Navidad

28 de diciembre: Santos inocentes

Por: Hno. Gianluca Pitzolu, msc. @gianluca_pitzolumsc

La Navidad siempre ha sido la fiesta de la alegría y, como todos los años, no faltan las iluminaciones, los festones de buenos deseos, alguna buena música que llega al corazón, una comida abundante, muchos regalos y, por qué no, también algunos buenos sentimientos. Sin embargo, los relatos de la Navidad y de la infancia de Jesús, tal como los encontramos en los Evangelios de Mateo y Lucas, no ocultan varios signos de tristeza, amargura y miedo. En los iconos dedicados a la Navidad, la escuela rusa de pintura de Nóvgorod del siglo XV siempre representó al niño Jesús en una cuna con forma de tumba de mármol. En realidad, son muchas las escenas de sufrimiento que giran en torno al niño Jesús. Ya la apertura del evangelio en la misa de Nochebuena es elocuente. El evangelista informa de un censo ordenado por César Augusto; las gentes sencillas, los súbditos son considerados por los poderosos como peones que se mueven aquí y allá en el tablero del mundo sin ningún respeto, incluso para saquearlos y subyugarlos. María y José, procedentes de Galilea, deben bajar trabajosamente a Judea, a Belén, para ser empadronados según la práctica censal en el lugar de origen de su tribu.

También serán significativas las primeras presencias en torno a Cristo, las de los pastores. Una vez más, se trata de los pobres sin hogar, personas consideradas impuras por el judaísmo oficial de la época, porque vivían en contacto con animales. Pero es precisamente a ellos a quienes se revela el Señor de los pobres y humildes, y es en su miseria y marginación donde florece la esperanza de la Navidad. Lucas escribe que María dio a luz a su hijo, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. Jesús, el Hijo de Dios, nace en una cabaña. La huida del niño Jesús a Egipto con sus padres es también un momento difícil y trágico, y une a la Sagrada Familia con los numerosos refugiados y desplazados de tantas regiones de la tierra. De nuevo, cuando Jesús es presentado en el Templo, el anciano Simeón tiene duras palabras para él y su madre: «Este está puesto para la caída y elevación de muchos en Israel… ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,34-35).

En estas notas de dolor se destaca el relato de la matanza de los inocentes. En ellos están representados todos los inocentes exterminados, cuyos nombres no constan en los archivos de la policía secreta ni en los de Amnesty International, sino sólo en la memoria infinita de Dios. El verdadero inocente a los ojos del Padre es la criatura que no conoce la malicia, ni la falsedad y nadie es más inocente que un niño que se confía totalmente y amorosamente a sus padres. Sin embargo, la inocencia se mata desde el principio con la práctica del aborto, y para los que nacen sigue existiendo el gran riesgo de verla comprometida.

¿Qué sentido tiene hoy celebrar la Navidad ante imágenes de niños desnutridos, en guerra o incluso muertos? ¿No es contradictorio celebrar con alegría un nacimiento cuando uno de cada cuatro niños de la Tierra no llega a la edad adulta? La respuesta a estas preguntas es que, a pesar de todo, el valor de la Navidad sigue intacto incluso hoy.

Acostumbrados como estamos a repetir que «el Verbo se hizo carne», corremos el riesgo de perder domesticar el significado de este acontecimiento. Al asumir íntegramente la naturaleza humana, el Verbo no sólo se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, sino que nos ofreció la posibilidad de injertar nuestra humanidad en su divinidad y renacer como partícipes de la vida divina. «Cristo», dice san Agustín, «nació para que renaciéramos a la vida de Dios; más aún, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios» (Sermones 189). Los hombres antes de Cristo se preguntaban angustiados: ¿por qué el dolor? ¿Por qué la humillación? Pero Dios guardó silencio. Pero para los que creen en la Navidad, todo cambia. Dios habla. El hombre calla, ya no hace preguntas. Escucha el relato del acontecimiento lleno de dulzura divina y humana. Dios nace niño, Dios se hace historia, Dios se llama pesebre. Sufre con nosotros. No responde al porqué del dolor, sino que se ha hecho a sí mismo hombre de dolores. Ya no estamos solos en nuestra inmensa soledad. Él está con nosotros. Ya no somos solitarios, sino solidarios.

Foto: La Virgen y el Niño rodeados por los Santos Inocentes. Rubens, Petrus Paulus. GrandPalaisRmn (musée du Louvre) / Adrien Didierjean

 

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