Consideran mi vocación un milagro (Corea del Sur)
Hola. Soy el P. Richard JunJeong Kim, msc. De Corea del Sur. Me siento muy agradecido por tener la oportunidad de compartir hoy la historia de mi vocación, la historia del viaje con la gracia de Dios y el dolor de mis padres.
Por: P. Richard JunJeong Kim, msc
Me bauticé con 18 años, justo antes de Navidad, durante mi segundo curso del instituto. En aquella época, ninguno de mis familiares era católico. En Corea, para bautizarse hay que asistir a catequesis todos los domingos durante seis meses. A mí, me llevó dos años y tres intentos. No fue por pereza, sino porque mis padres se enteraban y me lo prohibían.
En el primer semestre de bachillerato, un día al volver a casa, encontré a mi padre esperándome en el salón, con los ojos muy abiertos, llenos de ira. En cuanto entré, me gritó: “¿Vas a la iglesia?”. Estuvo toda la noche exigiéndome que dejara de ir. Intenté resistirme, pero como era un pequeño estudiante de secundaria, al final, tuve que arrodillarme, llorar y disculparme, prometiendo no ir a la iglesia. Mi padre era muy estricto y no paró hasta que admití ‘mi culpa’. Mis padres pensaban que era una secta dañina, un lugar donde se reunían locos, arruinando sus vidas. Mi primer intento de catequesis fracasó.
En el segundo semestre, volví a catequesis. Esta vez, me aseguré de no dar mi número de teléfono a las monjas, ni a la catequista, temiendo que mi padre se enterara por una llamada de la iglesia. Me imaginaba la conversación: “Hola, ¿es la familia Kim? Llamo de la iglesia católica de Geumjeong. La ceremonia de bautismo es dentro de tres meses. ¿Asistirán los padres?”. “¿Qué? ¿Iglesia? ¡No vuelvas a llamar a esta casa!”.
Este segundo intento se llevó a cabo con mucha cautela y sigilo. Sin embargo, pocos días antes de la ceremonia del bautismo, mi padre se enteró de nuevo. Se plantó en el salón, con los ojos encendidos, gritando: “¿Sigues yendo a la iglesia? ¿No te dije que no fueras?”. La tormenta comenzó otra vez. Yo estaba tan enfadado que le respondí a gritos. Después de que me regañara hasta altas horas de la noche, tuve que arrodillarme, llorando y disculpándome, prometiendo, de nuevo, no ir a la iglesia. El dolor era insoportable y no podía dejar de llorar. Estaba furioso con mi padre, pero también me sentía culpable por ser un mal hijo. Me sentía completamente solo.
Al año siguiente, hice un tercer intento. Mi instituto estaba gestionado por una fundación católica y, junto al colegio, había unas monjas que daban catequesis. Esta vez, sí conseguí terminar la catequesis sin que me pillaran. El bautizo estaba previsto para unos días antes de Navidad. La ceremonia iba a celebrarse en la iglesia a la que asistía desde segundo de bachillerato, así que muchos amigos vinieron a celebrarlo conmigo. Yo no era alto ni especialmente guapo, pero era bastante popular entre los alumnos de la iglesia, por lo que recibí muchos regalos y ramos de flores.
En el autobús de vuelta a casa, con los brazos llenos de regalos y ramos, me di cuenta de que no había previsto cómo colarme en casa con todos esos regalos, cruces y rosarios. Esperé en la azotea del edificio hasta que las luces de la casa estuvieron apagadas y me colé en mi habitación. Empecé a decorar mi habitación, colgué los ramos de flores en las paredes y coloqué cruces y rosarios en mi escritorio y en el ordenador. A la mañana siguiente, fui al colegio como si nada. Durante las clases no podía concentrarme, preocupado por si mis padres descubrían la habitación. Al acabar las clases, corrí a casa, pensando dónde esconder los regalos, pero eran tan bonitos que quería guardarlos en mi habitación, al menos uno o dos días. Mis padres no entrarían en mi habitación durante ese tiempo, pensé.
Sin embargo, cuanto llegué a casa, mi padre estaba allí, esperándome en el salón. Empezó a gritarme otra vez: “¿Todavía vas a la iglesia?”. Me regañó durante mucho tiempo y, cuando por fin fui a mi habitación, la encontré hecha un desastre. Los ramos estaban tirados por el suelo, las cruces rotas y los rosarios destrozados. Todos los regalos y objetos sagrados estaban destrozados y colocados en dos grandes bolsas de plástico en un rincón de mi habitación. Ya me habían regañado muchas veces, pero ver destrozados los preciosos regalos y objetos sagrados que mis amigos y compañeros habían preparado con tanto cariño para mí, me rompió el corazón. Discutí con mi padre hasta el amanecer, pero como estudiante de secundaria, al final tuve que arrodillarme, llorando y prometiendo no ir a la iglesia.
“Richard, llevamos diez años intentando convencer a tus padres por todos los medios. Lo único que nos queda ahora es rezar. Recemos”.
De algún modo, mi padre pareció compadecerse, porque yo creía mucho, y me hizo una promesa. Como era mi último año de instituto, me dijo que, si estudiaba mucho y entraba en una buena universidad, me cogería de la mano e iría a la iglesia conmigo. Ya en la universidad, durante una comida, le recordé su promesa. “Padre, ahora soy universitario. Prometiste ir a la iglesia conmigo”. Pero él respondió, “¿Aún vas a la iglesia? Sólo lo dije porque pensé que madurarías y dejarías de ir solo cuando fueras universitario. ¿Sigues yendo?”. La tormenta empezó de nuevo. Me sentí profundamente decepcionado con mi padre y seguí yendo a la iglesia en secreto.
Me licencié en Economía y Japonés y Literatura Japonesa, trabajé en el departamento financiero de Samsung siete años, hasta que decidí dejar la empresa y unirme a los Misioneros del Sagrado Corazón. Mi familia pasó por un periodo muy difícil. No podía ir a casa, me quedaba en baños públicos o en casa de amigos, y tenía que evitar a mis padres. Mi madre se desmayó varias veces y mis padres se tumbaban en el suelo del garaje para impedir que me fuera. Mi madre se emborrachaba y montaba una escena o intentaba acabar con su vida. Era emocionalmente agotador. Cuando salí hacia el seminario, mi padre me gritó: “¿Cómo puedes decir que vas a amar a los demás cuando abandonas así a tus padres? Si nos pasa algo, será culpa tuya. ¿Crees que puedes vivir como sacerdote?”.
Las palabras de mi padre me han perseguido toda mi vida, un tema constante de meditación. Cuando volvía de vacaciones, empezaban de nuevo las tormentas, y mi madre me trataba como si fuera invisible, sin hablarme, ni mirarme siquiera. Así, más de siete años. Un amigo me dijo: “Richard, llevamos diez años intentando convencer a tus padres por todos los medios. Lo único que nos queda ahora es rezar. Recemos”. A partir de ese día, dejé de hablar a la gente de mis luchas y me limité a pedirles que rezaran por mi familia, para que mis padres vinieran a la iglesia.
Yo he hecho mis votos perpetuos y me he ordenado sacerdote. Mirando ahora hacia atrás, me doy cuenta de que mis oraciones no fueron escuchadas de la manera o en el momento que yo quería, pero Dios me llevaba de la mano, caminando conmigo en todos esos momentos difíciles. Dios nos protegió a mis padres y a mí. Aunque siguen sin querer saber nada de la Iglesia, creo que de maneras y en momentos desconocidos, Dios seguirá guiándolos. Ya no me dicen que vuelva, pero no quieren que les diga que vayan a la iglesia. Mis amigos consideran mi vocación un milagro, que consiguiera hacer votos perpetuos y ordenarme a pesar de la fuerte oposición de mis padres. Yo también lo creo así.
Si tienes oraciones ‘no escuchadas’, personas a las que no puedes perdonar o si estás desesperado, te insto a que recuerdes mi historia. Dios responderá a tus oraciones a Su tiempo y a Su manera. E incluso en tiempos difíciles, cuando parece que Él no está allí, Dios está caminando contigo. Creo que por eso Dios me permitió ordenarme sacerdote, para compartir este mensaje con vosotros. Tomémonos de las manos, oremos, caminemos juntos en este viaje espiritual. Rezo para que los milagros de Dios, grandes y pequeños, sigan desarrollándose en vuestras vidas.
Gracias por escuchar mi humilde historia. Amado sea en todas partes el Sagrado Corazón de Jesús.
예수성심 온 세상에서 사랑받으소서.