¡A los leones!

Por: P. José María Álvarez, msc

En tiempos de la Roma imperial ésta era una condena temible. Si ya la pena de la crucifixión resultaba un castigo terrible, además de vergonzoso, el ser condenado a que te devoraran fieras hambrientas resultaba de lo más temible… además de un espectáculo para un público ávido de sensaciones fuertes. Y como los emperadores buscaban garantizarse el favor del populacho, no vacilaban en ofrecer el clásico pan y circo que les congraciara, al tiempo que mantenían la ‘pax romana’ también en el interior del imperio.

Por desgracia, hoy no parece que hayan cambiado mucho las cosas, porque quienes gobiernan siguen usando esa vieja fórmula de ofrecer distracción y favores a sus súbditos para mantenerlos contentos además de entretenidos. Y hoy los leones se ven suplidos por medios de comunicación, especialmente televisivos, que pueden resultar una condena para aquellos a los que las autoridades competentes deciden dañar o quitarse de en medio. El Coliseo resulta hoy la plaza pública en la que comentarios y opiniones se vuelven garras o mandíbulas que destrozan inmisericordemente todo lo que se les pone por delante. ¿El qué? Pues aquello que puede ser una verdad o una mentira, un dato o un comentario, una propuesta o una actividad, pero siempre con el denominador común de que resulta molesta a quien gobierna o tiene el poder de decidir.

Se ha denominado jocosamente esta actitud como pena de telediario, por aquello de publicitarse ampliamente en este medio, pero el propósito es siempre el mismo: poner en evidencia a alguien o algo y dañar, sin remisión, lo que se publicita. Vamos, que hoy sigue habiendo leones, pero que ya no son fieras naturales sino gestadas por nosotros y dispuestas a triturar lo que se les ponga por delante, ya que siempre encontrarán alguna razón válida sólo para ellos para destrozar lo y los que les contraríe. Y se aprovecharán de esa condición malsana de un público ávido de chismorreos y de caídas en desgracia de los demás.

Conviene que tengamos en cuenta aquello que decía Jesucristo, lo de que «La medida con la que midáis, seréis medidos» (Mc 4,24 y par.), más que nada para evitar que nos toque luego a nosotros ir a parar al foso leonino.

En el libro de Daniel, en su capítulo 6, se narra cómo estando este joven profeta cautivo en Babilonia se ganó el favor del rey Darío, que lo nombró ministro y lo hizo destacar sobre otros gobernantes, has ta el punto de que generó en ellos todo tipo de envidias. Como suele pasar, éstos se dirigieron al rey para calumniar a Daniel y conseguir que se dictara una ley condenando a muerte a todo aquel que rezara a dioses u hombres por encima del rey. Y, como era previsible, estos mismos conspiradores sorprendieron a Daniel en su oración cotidiana a Dios, denunciándole de inmediato al rey, que tuvo que cumplir su propia ley y enviar a su ministro al foso en el que unos leones hambrientos aguardaban su alimento.

El rey sintió esto, porque valoraba a Daniel y en absoluto le deseaba tan trágico final. Y dice el texto bíblico que se pasó la noche sin dormir, ayunando de comidas y placeres, y que al amanecer se fue corriendo al foso leonino para ver si ese Dios al que invocaba Daniel le había protegido. Tal había sucedido, porque el ángel de Dios cerró la boca de los leones por tratarse de un inocente y no haber hecho nada en contra del rey. Darío se alegró grandemente y de inmediato mandó traer a los calumniadores y a sus familias, de paso para que alimentaran a los leones tal como habían deseado hacer con Daniel. Y dice la Biblia que “aún no habían llegado al fondo del foso cuando ya los leones se habían lanzado sobre ellos y los habían devorado”.

Vaya, un final feliz, que diríamos. No precisamente para los conspiradores, pero sí para el inocente calumniado, al que Dios hizo justicia librándole de sus enemigos y castigándoles con el mismo sufrimiento que ellos habían previsto para su víctima. Y no es que deseemos ni que tengamos que desear estos padecimientos a nadie, pero sí que nos congratula que los malvados reciban el tratamiento que se merecen por sus insidias y que el inocente resulte indemne. Porque, en el fondo, tenemos ese anhelo de justicia que nos mueve a alegrarnos cuando ésta se produce y cuando los malos pagan por sus malicias.

Pero, retomando lo que decía al principio, sería bueno que cayéramos en la cuenta de que hoy seguimos practicando y en abundancia este ‘deporte’ de ‘condenar a los leones’ a todo aquel que disiente o nos contraría, sin importarnos la verdad y primando nuestro personal interés. Y, por eso, conviene que tengamos en cuenta aquello que decía Jesucristo, lo de que «La medida con la que midáis, seréis medidos» (Mc 4,24 y par.), más que nada para evitar que nos toque luego a nosotros ir a parar al foso leonino.

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