Esperanza, una puerta a la ilusión

Por: Jaime Ybarra.

Le gustaba mirar cómo su tío pastor, con el tiro certero de una piedra, era capaz de mandar los movimientos de su rebaño.
Así fue, cómo en su infancia, admirando los lanzamientos acertados de su tío, decidió que él también podría hacerlos.

Tiraba piedras hacía cualquier sitio. Tan pronto las arrojaba contra un pequeño charco, como contra un erial. Su puntería mejoraba día a día. Las piedras que iban dirigidas al charco las recogía mojadas y las piedras con destino al erial las encontraba hundidas en la arena. ¡Señal inequívoca de que acertaba en la diana escogida!
-Y, si las lanzo hacía el cielo, ¿vendrán las piedras con un trozo de nube enganchada?, o ¿quizás manchadas del azul celeste? – Pensaba el mozalbete.

Arrojaba y volvía a arrojar piedras hacía lo alto y, por más fuerza que quería aplicar a sus inofensivos proyectiles, ni llegaban muy altos, ni volvían acompañados por un trozo de nube, ni coloreados de cielo. Fracaso tras fracaso le enseñaron que, el cielo y las nubes no estaban para sus juegos de puntería. Pasaron sus años de infantiles juegos y aprendió que las nubes traían lluvias y la inmensidad del cielo las distribuía sobre la tierra.

Observaba con preocupación la incesante lluvia. Recordaba aquel momento en que siendo niño jugaba a tirar piedras a las nubes esperando que, a su vuelta, trajeran un retazo de ellas prendidas en el guijarro. Pero las nubes de hoy le devolvían aguas torrenciales en desmedido trueque con las piedras que antaño les arrojó y que el cielo parecía querer que todas esas lluvias se concentraran en su pequeña pedanía.

Avenidas de agua y lodos dejaron un amanecer de desolación. Todo aquello que había sido su pasado era ahora pasto de la destrucción. El presente aparecía lleno de negrura y, el futuro… ¡ay, del futuro!, ni siquiera se le veía venir.

Aparecieron por el lugar prebostes, gerifaltes y capitostes. Decían venir a ayudar y se dedicaron a tirar piedras de culpabilidad, por lo ocurrido, los unos contra los otros. Satisfechos de haber dejado claro que la culpa de lo sucedido era de los otros, abandonaban el paraje apresuradamente sin más solución que una foto de falsa condolencia, dejando tras de sí la desilusión del que espera algo y nada recibe.

Nuestro mozalbete, ya hecho un hombretón, evocaba aquellas inocentes piedras que arrojaba a lo alto. No hacían daño a nadie. Eran simples sueños de infancia. Las piedras que hoy había visto arrojar a unos jefes contra otros, llenas de revanchismo, eran el juego sucio por permanecer en el poder.

Llegaron unos vecinos del pueblo de al lado y luego otros de lugares más alejados, otros y muchos otros, con lo poco que podían. Y, ese poco se hizo un mucho. Las piedras que traían no las tiraban al cielo, ni siquiera a los mandatarios, las usaban para construir un futuro. Sabían que esas piedras eran de esperanza y con ellas abrían las puertas a la ilusión.

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