Proclama mi alma la grandeza del Señor

Las palabras de María (III)

Por: P. Jaime Rosique, msc

En este tercer artículo de la serie sobre las palabras de María, el Evangelio nos lleva a la casa de Isabel y Zacarías. Dejamos Nazaret y viajamos con María a visitar a «aquella que llamaban estéril» (Lc 1,36), embarazada de seis meses. Es ahí donde escuchamos o leemos la tercera palabra o tercer momento que aparece hablando María en los Evangelios. Es el texto más largo que se le atribuye y se suele rezar por sacerdotes y religiosos en la liturgia de las horas, cada día, cuando se rezan las vísperas. Se trata del Magníficat, que es la primera palabra en la traducción latina que dice la Virgen: «Magnificat anima mea» ‘Proclama mi alma la grandeza del Señor’ (Lc 1,46). Este canto de exaltación a la humildad, que brota del corazón agradecido de María en su encuentro con su prima santa Isabel, demuestra que Dios no miente y siempre cumple sus promesas. María es el ejemplo de una promesa cumplida de su hijo: «Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lucas 14,11). María se humilló hasta el punto de llamarse a sí misma esclava del Señor, como vimos el mes pasado, y eso le permite a Dios actuar en Ella, hacer grandes obras y, por eso, será ensalzada y todas las generaciones desde ese momento la llamamos bienaventurada.

Lo rezamos constantemente en el Rosario, lo rezamos todos los días: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres”.

María es el mejor ejemplo que podemos tener de humildad y, además, una humildad sana, bien entendida. Porque, a veces, creemos que humildad es rebajarse, pensar que somos menos de lo que somos, es no reconocer nuestros talentos. La humildad no es eso, la humildad de María, la humildad que abre el corazón de Dios no es ésa. La humildad de María y la que quiere Dios de nosotros no es negar nuestros talentos, nuestros dones, nuestras habilidades, sino reconocer de quién vienen y ponerlos en práctica, para el bien de los demás. Fijaos que es eso mismo lo que hace María, reconoce lo que el Señor ha hecho por Ella y en Ella, y es por esas cosas que se alegra. Reconoce que la fuente de su alegría es lo que hace Dios por Ella. Es eso lo que la hace bienaventurada.

No quiero cansaros mucho yendo al detalle del canto, pero permitidme compartir dos detalles que me llaman la atención: Lo primero son las numerosas referencias a la misericordia de Dios, ver cómo ensalza a los humildes y humilla a los soberbios. De nuevo el ensalzamiento de los humildes y la humillación de los soberbios. La otra cosa que me llama la atención de este canto es la frase: «Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1,49-50). Después de esa frase continúa dando ejemplos en los que Dios ensalza a los humildes y humilla a los soberbios. Esta frase: «Santo es su nombre» me recuerda mucho a otra frase que rezamos en el Padre Nuestro: “Santificado sea tu nombre”.

Si pensamos un poco, quizás María nos da una pista de qué significa pedir que el nombre de Dios sea santificado. Quizás estamos pidiendo que el nombre de Dios se reconozca como santo en nuestra vida, como lo fue en la vida de María. Santificado sea tu nombre, ¿no querrá decir que nosotros, con nuestro ejemplo y testimonio de vida, debemos transmitir la Santidad de Dios mostrando su misericordia, siendo nosotros a su vez misericordiosos y mostrándonos humildes y ensalzando a los que lo son? ¿Cuántas veces pisoteamos a los humildes, a los que no se quejan, a los que están por debajo y, sin embargo, nos acobardamos ante los poderosos, ante los príncipes de este mundo? En cambio, Jesús se mostró misericordioso con los humildes, con los que se sentían pecadores, y expulsó del templo a las autoridades, a los soberbios: se enfrentó a ellos, los llamó hipócritas, sepulcros blanqueados… reprende a sus discípulos cuando discuten por quedarse con los mejores puestos, les da un ejemplo de servicio y de humildad lavándoles los pies… Pidamos pues hoy a María que nos ayude y enseñe a ser humildes, como enseñó a su hijo, para que reconozcamos la grandeza de Dios en las cosas que ha hecho por nosotros, por nuestros seres queridos, por todo lo que nos ha dado y que, con nuestra alegría, con nuestro ejemplo y testimonio de vida, de caridad con los demás, todos sepan reconocer a Dios. Señor, que podamos decir con nuestra vida, no sólo con nuestros labios: “Santificado sea tu nombre”.

 

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