“Cantaré eternamente… (España)

…la misericordia del Señor”

El Hno. Gianluca Pitzolu, msc, ha celebrado sus votos perpetuos como Misionero del Sagrado Corazón y se ha ordenado diácono. En este artículo nos cuenta su vida vocacional, sus pensamientos y sentimientos más profundos que, seguro, te van a conmover.

 

Por: Hno. Gianluca Pitzolu, msc.

Madre y Maestra. Gianluca Pitzolu. Diaconado. Hermandad Misionera de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. MSC

“Cantaré eternamente la misericordia del Señor”. Este versículo del Salmo 89 expresa, quizá mejor que ningún otro, el hilo conductor de mi historia vocacional. Porque mi vida, desde que dije aquel “aquí estoy” al Señor, se ha convertido en un canto, no sólo de notas y melodías, sino de gratitud y entrega, de confianza y misericordia.

Un din ‘don’. La música fue el primer lenguaje con el que Dios me habló. En ella descubrí algo que no podía explicar con palabras, un eco profundo que tocaba mi alma y me hacía presentir que la belleza tenía un origen más alto. Lo experimentaba escuchando a Wagner o en la sencillez del ‘Adoro Te Devote’. En esas armonías, Dios me invitaba a escuchar su voz, aunque al principio, como Samuel, no sabía distinguirla. Mi vida giraba en torno a la música: estudiaba en el conservatorio, dirigía coros, daba clases… Era, como suelo decir, ‘el clásico católico de domingo’: bautismo, comunión, confirmación y misa dominical. Hasta que un día, mi párroco me preguntó directamente si había pensado en ser sacerdote. No supe qué responder, pero esa pregunta se quedó resonando en mi interior, como una nota que no cesa hasta que encuentra su resolución.

Fue el comienzo de un camino nuevo. A través de un sacerdote brasileño, enviado a Roma a estudiar por un obispo Misionero del Sagrado Corazón, conocí el carisma MSC. Al leer nuestras Constituciones, me conmovió una frase que lo resume todo: “Vivimos en comunidad fraterna, la fe en el amor compasivo del Señor; al mismo tiempo somos enviados al mundo a proclamar la buena noticia del amor y la bondad de Dios nuestro Salvador y a dar, con toda nuestra vida, testimonio de Él.”

Esa frase me tocó profundamente, porque antes de sentirme enviado, me había sentido amado. Había experimentado el amor compasivo de Dios: un amor que cura, que salva, que devuelve la paz y la alegría. Y comprendí, que mi vocación no era otra cosa que dar testimonio de ese amor con toda mi vida.

Los ejemplos. También me enamoré de algunas figuras de nuestra familia misionera: Mons. Enrique Verius, con su entrega sin reservas a las misiones; el P. Giovanni Genocchi, animador de una gran época cultural romana y precursor de la renovación católica; los Beatos Mártires MSC de Canet de Mar y los de El Quiché, testigos de un amor más fuerte que el miedo. Pero, sobre todo, me cautivó el P. Julio Chevalier, nuestro fundador, con su pasión por la Iglesia y su deseo de sanar una humanidad herida a través de la devoción al Sagrado Corazón. Su confianza inquebrantable en Dios en los tiempos difíciles y su ternura hacia la Virgen María me mostraron que el amor del Corazón de Jesús no es una idea piadosa, sino una fuerza viva que transforma.

 

En todas partes. En estos años de formación, he vivido en Roma, Santiago de los Caballeros, Florencia, Valladolid y Barcelona. Cada lugar, cada comunidad, ha sido una escuela de fe y de humanidad. Los traslados, aunque exigentes, me han enseñado que la misión no tiene fronteras y que el amor de Cristo se hace carne en cada pueblo, en cada cultura, en cada historia. Mi familia no lo tuvo fácil al principio. Mi decisión les sorprendió, incluso les costó aceptarla. Pero el tiempo, la oración y el amor han hecho su trabajo. Verlos conmovidos durante las celebraciones de mis votos perpetuos y de mi ordenación diaconal ha sido uno de los mayores regalos de Dios: la confirmación de que la gracia sana y une, incluso donde antes hubo distancia o miedo.

En este camino, uno de los espacios más hermosos que el Señor me ha regalado es el grupo joven de Barcelona. Son una ‘pasada’, como decimos aquí. Con ellos estamos construyendo una ‘comunidad de llamados’, porque todos, antes que nada, somos amados y, por eso mismo, llamados. No se trata sólo de reunirnos o animar celebraciones, sino de caminar juntos, como los primeros cristianos, compartiendo la fe en el amor de Dios y la misión de ayudar a otros jóvenes a descubrirlo. Este grupo ha sido para mí un espejo donde he visto reflejada la frescura del Evangelio y la alegría de servir juntos.

La música fue el primer lenguaje con el que Dios me habló. En ella descubrí algo que no podía explicar con palabras, un eco profundo que tocaba mi alma y me hacía presentir que la belleza tenía un origen más alto.

Siempre alegre. Quizá por eso, tengo una gran devoción a san Felipe Neri, el santo de la alegría y del corazón desbordante. Me gusta recordar una de sus anécdotas más célebres: cuando un joven muy piadoso le preguntó qué debía hacer para llegar a ser santo, Felipe le respondió con una sonrisa: “Empieza por no ser tan serio.” Esa respuesta tan sencilla encierra toda una teología del humor cristiano. Él sabía que la santidad sin alegría se vuelve amarga y que el Evangelio se predica mejor con una sonrisa que con un ceño fruncido. Y pienso de nuevo en nuestras Constituciones, que definen de forma bellísima el espíritu del misionero del Sagrado Corazón: “El nuestro es un espíritu de familia y de fraternidad, hecho de bondad y comprensión, de compasión y perdón mutuo, de delicadeza, humildad y sencillez, de hospitalidad y sentido del humor”. Me encanta ese final: sentido del humor. Porque en la vida religiosa y en la fe en general, el humor no es superficialidad, sino humildad: es reírse un poco de uno mismo para dejar espacio a la gracia. Es la sonrisa de quien sabe que todo depende de Dios y que, aun con nuestras torpezas, Él sigue escribiendo historias hermosas. San Felipe Neri habría estado de acuerdo.

Se vio la luz. No todo ha sido fácil. Ha habido momentos de oscuridad, de duda, de soledad. Pero hoy doy gracias a Dios por cada una de esas etapas, porque han sido parte del proceso de maduración y purificación de mi vocación. El Señor ha hecho de mis heridas lugares de encuentro con su misericordia.

 

El 17 de octubre de 2025, al pronunciar mis votos perpetuos como Misionero del Sagrado Corazón, sentí que mi vida se sellaba para siempre en el amor de Cristo. Y el 18 de octubre, al ser ordenado diácono, entendí que el servicio es el otro nombre del amor. Durante la celebración, al tomar la palabra, sólo podía decir “gracias”. Gracias al Señor que ha confiado en mis manos vacías y ha pronunciado sobre mí esa palabra que transforma toda vida: “Sígueme”.

Hay una frase que siempre me acompaña: “Dios cumple siempre, pero no nuestros deseos, sino sus promesas”. Él ha cumplido sus promesas en mí. En la profesión perpetua, su promesa de felicidad; en el diaconado, su promesa de amor, que se hace concreta en el ministerio diaconal, en el servicio humilde a los hermanos, en la alegría de ser instrumento de su ternura.

Cantar por siempre. Ser diácono para mí significa hacer visible la misericordia de Dios allí donde la vida duele. Es aprender cada día que servir no es hacer cosas, sino amar con gestos concretos. Es estar disponible, escuchar, acoger, acompañar. Es recordar, como decía el P. Chevalier, que “el misionero del Sagrado Corazón lleva esperanza donde otros sólo ven desesperanza”.

Miro hacia el futuro con el corazón lleno de gratitud y esperanza. El sacerdocio será el paso siguiente y lo espero no como una meta, sino como un nuevo comienzo: la posibilidad de seguir siendo signo del Corazón de Cristo en el mundo.

A quienes me preguntan por qué he elegido este camino, sólo puedo responder que no lo he elegido yo: me ha elegido Él. Y si hoy canto, es porque he experimentado que la misericordia de Dios no tiene fin. Por eso, con toda mi vida, quiero seguir repitiendo: “Misericordias Domini in aeternum cantabo” / “Cantaré eternamente la misericordia del Señor”.

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