Noviembre: Florecer, iluminar, nutrir
1 de noviembre: Todos los santos
Por: Hno. Gianluca Pitzolu, msc. @gianluca_pitzolumsc
Al visitar la Catedral de León, uno queda encantado con las luminosas vidrieras que representan, entre otras muchas imágenes, figuras de santos y beatos. Cuando visité esta hermosa catedral, me llamó la atención una niña que pidió explicaciones al guía sobre las coloridas vidrieras que había en ella y que representaban figuras de beatos. Inmediatamente después, la madre le preguntó si sabía quiénes eran realmente los santos, y enseguida la niña respondió: “¡son los que dejan pasar la luz!”.
Así son los santos: los que dejan pasar la luz. Sólo Dios hace a los santos. Nadie puede jactarse de haber merecido su propia santidad. La luz que hace a los santos brota del único sol que es Cristo. Sólo tenemos que dejar que esta luz pase por nosotros e ilumine. Cuando sentimos un impulso interior que nos empuja a hacer una buena acción, debemos seguirle la corriente; cuando vemos que el Señor pone obstáculos al mal que quisiéramos hacer, es el momento de desistir; y si vienen pruebas, dolores y humillaciones, sólo tenemos que aceptarlas con paciencia porque sirven a nuestra purificación.
Nuestra familia religiosa de los Misioneros del Sagrado Corazón ha dado a la Iglesia muchas imágenes de santidad. Es un pequeño jardín de santidad en el que han florecido bellos y desafiantes ejemplos para nuestra santificación: empezando por nuestro fundador, el siervo de Dios, Julio Chevalier, y el siervo de Dios, conocido, amado y apreciado en todo el mundo, Padre Emiliano Tardif. A ellos se pueden añadir los venerables siervos de Dios Mons. Alain Guyot de Boismenu y Mons. Enrique Verjus. Y no podemos dejar de mencionar la lista de beatos: Tshimangadzo Samuel Benedict Daswa, P. Antonio Arribas Hortigüela, P. Abundio Martín Rodríguez, P. José Vergara Echevarría, P. José Oriolo Isern Masso, Hno. Jesús Moreno Ruíz, Hno. José del Amo, P. José María Gran Cirera, P. Faustino Villanueva, P. Juan Alonso Fernández y el recientemente nombrado santo, San Peter To Rot.
Tener presentes a estas figuras luminosas de nuestra Congregación de los Misioneros del Sagrado Corazón y, por supuesto, de toda la Iglesia, que se nos señalan oficialmente como personas a imitar, no debe, sin embargo, hacernos olvidar cuál es la verdadera naturaleza de la santidad.
La santidad es ante todo un sello, una marca con la que Dios nos ha hecho suyos. Hemos pasado a ser su propiedad, somos sus hijos, como también nos recuerda Juan: «mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3,1). La santidad no es tanto un esfuerzo por nuestra parte, sino una toma de posesión por parte de Dios de nuestras vidas. No es un ascenso del hombre hacia Dios, sino un descenso de Dios hacia el hombre. Es el descubrimiento de pertenecer a un amor que me ha elegido, me ha llamado, me ha marcado, me ha hecho suyo. Es el descubrimiento de ser amado por un Dios que nos pide que seamos ‘bienaventurados’. Bienaventurado significa, en efecto, feliz, y la vida eterna no es la vida después de la muerte, sino la vida por encima de cualquier tipo de muerte (aburrimiento, costumbre, dolor…), la vida de la más alta intensidad, que no puede extinguirse. Cuando digo ‘¡dichoso tú!’ estoy diciendo a alguien que está más vivo que nunca, feliz. De hecho, feliz era el adjetivo que utilizaban los agricultores romanos para indicar la planta que da fruto (arbor felix es el árbol fructífero). El bienaventurado es feliz, porque su vida es fecunda, da frutos, tiene la alegría que sentimos cuando vemos un campo de trigo maduro, un árbol cargado de cerezas o un arbusto lleno de rosas.
Una vida fecunda, una vida que multiplica los frutos alimentando a los demás: ésos son los santos.












