Enviados… ¿quiénes y a qué?
Por: P. José María Álvarez, msc
Jesús predicaba con palabras y con hechos y era consciente de que esta predicación no podía hacerla Él solo. Porque aunque su capacidad de transmisión fuera extraordinaria, sabía que necesitaba colaboradores en esa tarea y por ello, consciente de que «la mies era mucha», invitaba a que pidieran al Padre «que enviara más trabajadores para cosecharla» (Lc 10,2). Y Él mismo se adelantaba juntando y enviando discípulos para esa tarea.
El dato nos lo da san Lucas, en el capítulo 10 de su evangelio, describiendo cómo Jesús designó a setenta y dos de sus discípulos para que fueran delante de Él para ir preparando el terreno antes de su llegada. Irían de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde Él llegaría después, desprovistos de bolsa, alforja y sandalias, y no se entretendrían saludando a nadie por el camino. En la casa a la que accedieran saludarían invocando la paz para ella y en ella permanecerían, aceptando su hospitalidad, hasta que dejaran aquel lugar. Curarían a los enfermos que hubiera en aquella población, anunciándoles la cercanía del Reino de Dios.
Son indicaciones que llaman la atención por su simplicidad, por los signos de pobreza y de paz, que caracterizarían a estos enviados, más la invitación a intimar con aquellos pobladores y remarcarles la proximidad del Reino, incluso para quienes les rechazaran. Y llama más la atención que los evangelios de Marcos y de Mateo sólo mencionen el envío que hace Jesús de sus Doce apóstoles (Mc 6,7-13; Mt 10,1-15). Cierto que Lucas también lo dice (Lc 9,1-6), pero es el único que alude, además, a este peculiar envío, no ya de los apóstoles, sino de simples discípulos con idéntica encomienda.
Y esto nos ayuda a entender algo que hemos oído muchas veces pero que quizá no hemos captado en su justa medida, lo de que además de ser enviados a anunciar el Evangelio, los Apóstoles, los ‘profesionales’ que diríamos, también lo fueron simples discípulos de nombre desconocido y sin más preparación que la de haber escuchado al Señor y estar dispuestos a anunciarle. Sí, no sabemos quiénes eran esos ‘setenta y dos discípulos’, ni sus nombres, ni su procedencia, ni su capacitación, pero entendemos que conocían bien lo que Jesús les pedía que hicieran y cumplieron su encargo a la perfección. Y es por eso que cuando cuentan, a su regreso y entusiasmados, el detalle de que «hasta los demonios se les sometían en su nombre» (Lc 10,17), Jesús les dice que más que por eso han de alegrarse «porque sus nombres quedarán inscritos en los cielos» (v. 20).
Porque es Él y no nosotros quien actúa, ya que sólo somos sus instrumentos, intermediarios entre el Dios Padre que nos ama y todos aquellos que necesitan experimentar su amor.
Hay que distinguir estos envíos del que se producirá en la despedida del Señor cuando, tras su resurrección, ascendió a los cielos encomendándoles que prolongaran su labor evangelizadora. Éste ya es sólo encomendado a los apóstoles, depositarios primeros de su mensaje, pero, como podemos leer luego en el libro de los Hechos, pronto empieza a depositarse en más manos y diversificándose, como es el caso de los diáconos, que se establecen para una tarea muy particular (Hch 6).
Pero si nos fijamos sólo en este pasaje del envío de los setenta y dos discípulos, podemos llegar a algunas conclusiones muy interesantes y provechosas para nosotros, cristianos de hoy. Por ejemplo, el que el ‘equipaje’ de unos y otros, apóstoles y discípulos, fuera igual de sencillo y que su comportamiento en donde les acogieran o rechazaran resultara el mismo; pero, sobre todo, el detalle de que anunciaran la inminencia del Reino de Dios y que lo testimoniaran sanando enfermos y expulsando demonios, que era la razón de su misión.
Creo que hoy nos falta a nosotros tomarnos en serio nuestra condición de discípulos y asimilar que debemos anunciar el Reino de Dios y hacerlo sanando enfermos y expulsando demonios. ¿Cómo? ¿Qué no sabíamos que esa es nuestra encomienda y que, además, podemos hacerlo? Lo primero, lo de saber que como cristianos bautizados hemos sido constituidos sacerdotes, profetas y reyes, y por lo tanto tenemos esa capacidad que se manifiesta ejerciéndola. Y lo segundo, que sí que podemos sanar y exorcizar, no con ninguna capacidad especial ni milagrosa sino con la fuerza de Dios que reside en nosotros y opera a través nuestro, y que es la que nos permitirá ayudar según nuestras capacidades y de acuerdo con la presencia del Espíritu que nos llena.
Porque es Él y no nosotros quien actúa, ya que sólo somos sus instrumentos, intermediarios entre el Dios Padre que nos ama y todos aquellos que necesitan experimentar su amor. Para esto hemos sido enviados, para hacer realidad ese Reino de Dios que san Pablo definía como Justicia, Paz y Gozo, en el espíritu (Rm 14,17).












