¿Pelearse con Dios?
Por: P. José María Álvarez, msc
Suena a despropósito y de hecho lo es, eso de pelearse con Dios, porque es una batalla perdida de antemano ya que ¿quién puede enfrentarse al Creador, al dueño y señor de todo, a nuestro origen y nuestro destino? Pues vaya, a pesar de eso resulta que éste es un ‘deporte’ que a muchos les gusta practicar. Y no me refiero a quienes pretenden ofenderle con blasfemias o negarle con desprecios, que no dejan de ser puerilidades que demuestran incultura o mala educación. Estoy hablando de todos aquellos que pretenden echarle un pulso a Dios para alardear de su ateísmo práctico o para poner en tela de juicio su presencia benéfica; de quienes creen retar a Dios cuando afirman su no existencia sin más apoyo que su capricho o directamente le niegan, porque no son capaces de descubrirle en medio de desgracias y sufrimientos. Es, sin duda, una carencia de formación e información, pero son muchos quienes toman esa dirección de enfrentamiento con Dios hasta convertirla en su pelea particular y constante.
En la Biblia encontramos un pasaje muy interesante porque en él se describe una pelea física con Dios que va a dar origen, ni más ni menos, a toda una definición, la del pueblo de Israel. Viene en el libro del Génesis, al final del capítulo 32, en donde se narra cómo Jacob, en su regreso para encontrarse y reconciliarse con su hermano Esaú, se pasó una noche peleándose con un personaje sobrenatural al que finalmente consigue no derrotar, pero sí retener hasta que le bendice. Parece ser un enviado de Dios y, por lo tanto, su representante que termina por reconocer el valor de Jacob premiándole con un título, con un nombre que desde ese momento se le aplicará a Jacob y a sus descendientes: ‘Israel’, «Porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y les has vencido» (v. 29). ‘Israel’ es una expresión que alude al poder de Dios y que también puede referirse a quien ha sido fuerte en su encuentro con Él, lo que va a hacer que esa palabra defina para siempre al pueblo judío, vinculado con Dios en una alianza tanto física como espiritual.
Dios nos manifiesta la grandeza que esconde nuestra debilidad, la misma que proclamaba san Pablo (2 Cor 12,7-10).
Es muy probable que el autor de este texto estuviera aludiendo a un antiguo relato, el que mencionaba un lugar Penuel (‘Rostro de Dios’) controlado por alguna primitiva deidad a la que había que enfrentarse. Y con él se hizo de Jacob ese héroe que se encuentra cara a cara con Dios y sale bien parado del mismo, recibiendo a cambio un título glorioso que beneficiará a sus descendientes. De manera que Jacob no sólo proclamará que se ha enfrentado a Dios, sino que, además, ha resultado ileso (v. 31). Con el detalle de que el daño que le infligió este representante divino a Jacob en su articulación femoral para derrotarlo, se convertiría después en un elemento ritual para el pueblo israelita, privado ya desde entonces de comer esa parte del muslo (v. 33).
A nosotros este relato no nos moverá a ninguna relación especial, ni mucho menos a algún rito costumbrista, porque nos parece y es algo propio de los comienzos históricos del pueblo israelita. Pero sí que nos puede sugerir un comportamiento determinado ante Dios, ese Dios con el que en ocasiones pretendemos pelearnos como decía antes. Y es que, por encima de esas peleas absurdas con lo divino, las de negarlo o minusvalorarlo, está el auténtico enfrentamiento que hemos de tener con Dios, que, más que un combate, es una actitud permanente de rechazo o de aceptación de su voluntad. Porque Él nos propone una actitud concreta ante la vida, ésa que explicitan sus mandamientos, y a nosotros nos toca aceptarla o rechazarla, entrar en su voluntad o preferir nuestros caprichos, esos que la contrarían. Es más que una pelea ocasional: es una batalla permanente entre el plan de vida que Dios nos propone y nuestra particular visión de la existencia, que va por otros derroteros.
Y en esta lucha puede suceder que también Dios, como rival, recurra a la aparente artimaña de dañarnos para zafarse. Es el golpe que suponen desgracias, enfermedades y cualquier elemento que nos descoloca porque nos demuestra nuestra debilidad y nos deja inermes y abatidos. Es entonces cuando Dios nos manifiesta la grandeza que esconde nuestra debilidad, la misma que proclamaba san Pablo (2 Cor 12,7-10) como sobreabundante en nuestra flaqueza. Así resulta que nuestro supuesto enfrentamiento con Dios no es sino una puesta a prueba de nuestra fidelidad hacia Él. Y la confirmación del nuevo título que recibiremos será el de «amigos» (Jn 15,15), que completa el de «hijos de Dios» que ya somos (Lc 6,35; 20,36). Es decir, no los que pelean sino los que aman.