Principios para la buena convivencia

P. Isaac Riera, msc

El ser humano ha nacido para convivir con otras personas que le son muy cercanas: la familia en primer lugar; la comunidad religiosa; los compañeros de trabajo; los vecinos en un mismo edificio; hasta los que se encuentran diariamente en la misma cafetería o en el mismo bar. La convivencia, por otra parte, se desarrolla siempre en una cierta continuidad y estabilidad, en el sentido de que nuestra relación con otras personas no es algo esporádico, sino el constitutivo esencial de nuestra vida. Vivir es siempre convivir.

En la convivencia, principalmente, es donde manifestamos lo positivo o lo negativo de nuestra persona hacia nuestro prójimo. Los diez mandamientos de la ley de Dios, por ejemplo, se refieren en su mayor parte a prohibirnos el mal comportamiento que podamos tener con los que viven con nosotros.

Y lo más importante: la vida santa de una persona se mide, sobre todo y muy especialmente en los cristianos, por sus sentimientos y acciones en la convivencia diaria. Es cierto que ha habido santos que vivieron en estricta soledad, como los ermitaños, pero son una excepción. El amor al prójimo es el último mandato de Jesús: «En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros» (Jn 13,34). No dice “amad a los hombres” en general, sino amaros unos a otros, los que vivís juntos. En los auténticos cristianos, la convivencia se desarrolla según estos principios:

El amor sobrenatural. Salvo el amor natural en la familia, el amor cristiano es amor sobrenatural, en el sentido de que no surge de la simpatía o el afecto que nos causa la convivencia con determinadas personas, sino del mandato del Señor con la ayuda de su gracia.

No hay reacciones de ira. Cuando nos sentimos ofendidos por el mal comportamiento de los que conviven con nosotros, jamás debemos reaccionar con ira, pues esta pasión causa más daño a nuestra alma y en la dignidad de los otros, que la propia ofensa.

El silencio caritativo. En la convivencia cristiana, las voces, los gritos y los insultos están fuera de lugar. Es inevitable que haya injusticias indignantes que merecen una fuerte respuesta, pero el verdadero cristiano baja sus ojos en silencio ejerciendo la caridad de sentimiento.

Cuando rezamos unidos estamos realizando el misterio sagrado de la Iglesia, que es Sacramento de Unidad. No hay acto más grande que éste.

La santa paciencia. Convivir nunca es fácil, porque los defectos de nuestro prójimo se hacen especialmente patentes en la cercanía. Es la cruz diaria que el Señor nos pide que llevemos, imitando su ejemplo. Sin cruz no hay santidad. Es un principio fundamental de nuestra fe.

Evitar las críticas. Como es bien sabido, criticar al prójimo es el vicio más extendido del mundo. “Lo más difícil es conocerse uno a sí mismo y lo más fácil es criticar a los demás” (Tales de Mileto). La caridad cristiana se manifiesta más en controlar lo que decimos, que en lo que hacemos.

Comunicar alegría. Teniendo en cuenta que la alegría es un don del Espíritu Santo, nunca hemos de manifestar nuestro malhumor a los otros, ya que es como la oscuridad que impide la luz. La alegría es comunicativa, y donde existe hay unión de corazones.

Interesarnos por los otros. El que ama quiere el bien del que vive con él y los ideales o los problemas de nuestros compañeros han de suscitar nuestra preocupación y nuestra ayuda. Donde las personas se encierran en sí mismas con sus problemas, no existe verdadera comunidad.

No querer ser el mejor. El amor está reñido con la rivalidad y la soberbia. Si no somos humildes no podremos amar a nuestro prójimo como Dios nos pide, ya que la humildad es apertura de nuestro corazón en contra de la cerrazón de nuestro yo. Jesucristo es el supremo ejemplo.

Rezar por nuestro prójimo. Si amamos cristianamente a una persona rezamos por ella, por su auténtico bien que siempre depende de Dios. Nunca debemos desentendernos de los compañeros dejándolos solos con sus problemas. El recuerdo afectuoso de alguien nos lleva a rezar por él.

Orar en comunidad. A imitación de los primeros cristianos, debemos estar unidos no sólo con nuestra presencia física, sino especialmente en la plegaria. Cuando rezamos unidos estamos realizando el misterio sagrado de la Iglesia, que es Sacramento de Unidad. No hay acto más grande que éste.

Foto: www.freepik.com

Start typing and press Enter to search