Septiembre: Leer cada día la Palabra
30 de septiembre: San Jerónimo
Por: Hno. Gianluca Pitzolu, msc. @gianluca_pitzolumsc
‘Leer cada día la palabra de Dios, para descubrir a Cristo e hipotecarse el paraíso’. El 30 de septiembre, la Iglesia nos invita a conmemorar a San Jerónimo. Nacido en Stridone, en Dalmacia. Fue en Roma donde tuvo ocasión de adquirir una vasta cultura, sobre todo clásica. Al convertirse en secretario personal del Papa Dámaso, éste comenzó a animarle a traducir los textos sagrados al latín en Occidente. Fue en esta época cuando hizo un círculo de amigos, principalmente mujeres de la nobleza romana, que quedaron fascinadas por su cultura y espiritualidad. Al mismo tiempo, sin embargo, no faltaron quienes se opusieron a él por su mala costumbre de criticar con vehemencia el pensamiento de los demás y por su cáustica habilidad para exponer los vicios ajenos. Cuando murió el Papa Dámaso, hubo quien pensó en él como su sucesor, pero la mayoría se opuso a lo que se consideró una propuesta imprudente.
Fue entonces cuando Jerónimo, hombre de una pieza, tomó una decisión radical, retirándose a una cueva cerca de Belén, y aquí, iluminado por el Espíritu Santo, puso toda su cultura literaria y su vasta erudición al servicio de la Palabra de Dios. Esta fue la mayor gracia que recibió en su vida, para inmenso beneficio de toda la Iglesia. Durante décadas, se dedicó a la traducción de toda la Escritura. De este inmenso trabajo surgió la llamada ‘Vulgata’, que sigue siendo hoy el texto oficial de la Iglesia latina.
Jerónimo estaba convencido de que toda la Biblia, desde la primera palabra hasta la última, trataba de Cristo. De ahí su famosa afirmación: «la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo». Y no se trata de un pensamiento arbitrario ni de una exageración, ya que Jesús mismo afirmó solemnemente que Abraham «vio su día» (Jn 8,56), que Moisés había escrito sobre Él (cf. Jn 5,46), que Isaías «vio su gloria y habló de él» (Jn 12,41), que toda la Escritura da testimonio de Él (cf. Jn 5,39). Por eso, recomendaba una lectura espiritual de la Biblia, que no es otra cosa que ver a Cristo encriptado en cada uno de sus pasajes.
Ahora bien, Cristo es hombre-Dios, y para nosotros la única manera de llegar a su divinidad es pasar por su humanidad.
Del mismo modo, no se puede, en la Escritura, descubrir los significados más profundos, y nunca definitivos, si no es partiendo del significado humano, el pretendido por el hagiógrafo. Jerónimo concedió gran importancia a esta palabra humana que es el ‘vestido’ de la Revelación. También consideraba necesario tener en cuenta el modo en que se suceden las palabras en el texto sagrado, porque incluso la posición de las palabras es un misterio, es decir, una revelación. También reitera la necesidad de recurrir a los textos originales si hay discrepancias en manuscritos posteriores.
En su cueva de Belén, Jerónimo ocupaba las noches en la oración y, como austero penitente que era, se golpeaba el pecho desnudo con una piedra. Durante el día proseguía diligentemente sus preciosos estudios. Pero no era feliz porque el recuerdo de sus pecados le atormentaba. Una noche se le apareció el Señor y le dijo: «Jerónimo, ¡aún tienes algo tuyo que darme!». El santo respondió: «Señor, ¿qué más quieres? Te he dado la vida, retirándome del mundo. Te doy mi inteligencia, poniéndola al servicio de la Palabra. Te doy mi corazón…». Pero Jesús continuó: «y, sin embargo, Jerónimo, ¡aún tienes algo tuyo que darme!». Y el santo doctor: «tú sabes, Señor, tú sabes que no me queda nada que darte. Me he hecho pobre y desnudo contigo». «Lo sé, Jerónimo, lo sé», concluyó Jesús, «pero aún tienes algo verdaderamente tuyo que darme. ¡Dame tus pecados! ¡Dame tus pecados! Quiero perdonarlos todos, ¡para hacerte feliz!».
¡Qué consoladoras son estas palabras también para nosotros! Quien tiene la gracia de estudiar la Palabra de Dios, de leerla y meditarla cada día con corazón sincero, ha encontrado un medio maravilloso de purificar su alma y de hipotecarse el Paraíso.