El crucificado
Por: Pilar, LMSC
Siempre he admirado la vida de Jesús. Un gran ejemplo a seguir, pero difícil de llevar a cabo. Pero más difícil me ha resultado comprender su muerte o, quizás podría decir, aceptar su muerte. Las personas, en general, aspiran al poder, al dominio, a la riqueza, a la comodidad y la felicidad. Elevando estas aspiraciones al máximo, se forma una idea de Dios como el que todo lo sabe, todo lo puede y todo lo tiene. Rechazamos la debilidad, la limitación, la ignorancia, la enfermedad, la pobreza y la muerte. Por ello, nos cuesta ver a Jesús en la cruz y comprenderlo. Porque pensamos que Dios es ilimitado, infinito e inmortal.
Este Dios imaginado por los hombres, no tiene que ver con el Dios que nos muestra Jesús, ni con su vida, ni en la cruz. El Dios que nos muestra Jesús es un Dios que da la vida por los hombres. Dios es rico, cierto. Pero rico en misericordia como dice el Salmo 103, 8. «Tardo en irritarse y lleno en clemencia». Es todopoderoso, pero todo su poder lo vuelca en su amor. Dios, como Cristo crucificado, se ha atado voluntariamente las manos y, por eso, necesita las nuestras para socorrer tantas necesidades. Tiene su boca cerrada y necesita nuestra lengua para llevar su mensaje al mundo. Tiene su corazón atravesado y necesita nuestro corazón para seguir amando a tantos marginados y abandonados. Nos revela a un Dios que sufre por los hombres. Yo creo que Jesús nos anima a que nuestras manos solucionen los problemas a otros en una cadena de solidaridad.
Algunos, al ver el Holocausto de miles de judíos o en las guerras y desastres, se preguntan ¿dónde está Dios? La respuesta la tenemos en el cuerpo desgarrado de Jesús por los azotes y clava do en la Cruz. El creyente no debe preguntarse, dónde está Dios. Sabe que Dios está en Jesús, en aquel cuerpo desgarrado sufriendo en Él y con Él. Lo mismo podemos decir del sufrimiento de cualquier persona. Dios está sufriendo el desprecio con los humillados, la tortura con los maltratados, el abandono con los marginados. «Lo que hicisteis a uno de estos a mí me lo hicisteis» Mt, 25,40.
Dios nos ama no porque seamos buenos, nos ama porque somos sus hijos, como una madre ama a sus hijos sean buenos o malos, sean listos sean torpes. Dios es amor. El que no ama no conoce a Dios. Cristo no es crucificado por haber curado enfermos, ni por haber dado de comer a 5.000 personas en la multiplicación de los panes y los peces. Cristo es perseguido, odiado y crucificado por denunciar la mentira, la hipocresía personalizada en los fariseos. En la cruz, Cristo denuncia la injusticia del mundo. Cristo en la Cruz no es un símbolo, es la misma realidad de ese amor de Dios manifestado en su muerte por nosotros y no hay mayor amor que dar la vida por aquel a quien se quiere. Por esto, podemos dudar de muchas cosas, pero no del amor de Dios.
Si Dios quiso mostrarse como niño débil e indefenso en Belén y ahora en la cruz se nos muestra impotente y humillado no es para infundirnos miedo sino ternura, confianza, comprensión y amor. Y el amor aleja al terror. Por eso se comprende que el único precepto que nos dio Cristo es el del Amor. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). El amor falso y acaparador anula la personalidad del otro y quiere imponerse sobre él; pero el amor de verdad respeta al otro como distinto, se alegra y goza con su diversidad y quiere su realización. Creo que si Jesús tiene traspasado el corazón, del que brotó la última gota de sangre que le quedaba, es para fijar que nos había amado hasta el extremo, y enseñarnos cómo nos debíamos querer los unos a los otros como Él nos había amado.
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