Junio: Lujuria
3 de junio: San Carlos Lwanga y compañeros
Por: Hno. Gianluca Pitzolu, msc
Cada 3 de junio la Iglesia Católica conmemora a los mártires de Uganda, torturados y ejecutados entre 1885 y 1887. El grupo está encabezado por San Carlos Lwanga que, junto a 21 compañeros, entregó la vida por negarse a participar de los impuros rituales del rey. Su historia se desarrolla en el reinado de Mwanga, un rey que asistió a la escuela de los misioneros ‘blancos’ fundada por el cardenal Lavigerie, sin sacar provecho de ella, ni intelectualmente, pues no había conseguido aprender a leer y escribir, ni ética y religiosamente, ya que siempre llevó una vida disoluta y revoltosa. Fumaba hachís, se emborrachaba a menudo y se entregaba a frenéticas prácticas homosexuales. En este sentido, había montado un harén bien surtido construido por pajes, sirvientes e hijos de los nobles de su corte para satisfacer su insaciable lujuria. La Sagrada Escritura nos subraya repetidamente la violencia de esta pasión, que, no sin razón, se compara con un fuego que devora y arde casi siempre en secreto. Nos advierte que «la pasión que quema como un fuego ardiente no se apagará antes de ser satisfecha. El hombre que comete la impureza en su cuerpo no se detendrá hasta que ese fuego lo devore. Para el hombre impúdico cualquier satisfacción es buena, no se calmará hasta que muera. El hombre que es infiel a su esposa se dice a sí mismo: “¿Quién me verá? Las sombras me rodean, los muros me ocultan, nadie me mira; ¿por qué inquietarme? El Altísimo no anotará mis pecados”. ¡Sólo teme la mirada de los hombres, olvidándose de los ojos del Señor que son mil veces más luminosos que el sol, que observan todas nuestras acciones y que penetran hasta en los lugares más secretos! Tiene presente a todas las cosas antes de crearlas y lo estarán aún cuando desaparezcan. Tal hombre será pillado donde menos se lo piense y será castigado en la plaza» (Si 23,1721). En la vorágine de la lujuria, todo encuentro auténtico, toda relación queda anulada y destruida. Como deseo irracional que hay que satisfacer, la lujuria pretende alcanzar su objetivo por cualquier medio. Normalmente, utiliza el arma de la mentira y recurre a la violencia. Pronto el rey Mwanga ve en el cristianismo el mayor peligro para las tradiciones tribales y el mayor obstáculo para su libertinaje. Así, en 1885 comenzó una feroz persecución, que duró hasta 1887 y contó al menos con doscientos jóvenes asesinados por su fe. En noviembre de 1885, Mwanga nombra maestro de pajes y prefecto del salón real a Carlos Lwanga, sobre quien se centran inmediatamente las atenciones morbosas del rey. Pero Carlos, que es un ferviente cristiano y ya se ha convertido en guía de otros conversos, no tiene intención de ceder al rey. Interrogado, confiesa su fe y es condenado a muerte y llevado a la colina de Namugongo.
Otros sufrieron el martirio con él, entre ellos cuatro catecúmenos a los que consiguió bautizar en secreto la noche de su detención; el más joven, Kzito, sólo tenía 14 años. Todos fueron atados con un haz de cañas. Leemos en las Actas de Canonización que Kzito, poco antes de su muerte, dijo que tenía miedo, que no podría soportar el dolor, pero que lo habría conseguido si su amigo Carlos le hubiera cogido fuertemente de la mano. Éste se la tendió con gusto, diciéndole: «estate tranquilo, con la otra mano estoy unido al buen Jesús». En presencia de Mwanga, se prendió el fuego. Los cuerpos se convirtieron en antorchas humanas, pero no se oían gemidos, sólo oraciones y cánticos hasta el final. El lujurioso gobernante podía matar los cuerpos de aquellos jóvenes, pero no su memoria. El rey, en cambio, permanece en su miseria. Como ocurre con la avaricia, la vida del lujurioso es inversamente proporcional a lo que persigue: la búsqueda espasmódica del placer acaba por dejar de sentirlo. Sólo queda el vicio, la frustración, la ira. Sin embargo, la lujuria destruye la integridad de la persona, produciendo la ruptura de esa relación vital entre cuerpo y espíritu en la que se funda la unidad del ser humano. En la vida de quien se esclaviza a ella se produce una especie de laceración, de escisión: el cuerpo, bajo el dominio de la pasión, genera deseos irreconciliables con los deseos más profundos y verdaderos del hombre, los que están abiertos a la vida y a la relación con Dios. Con la lujuria, nos hacemos daño a nosotros mismos, porque nos incapacitamos para hacer el bien, única fuente verdadera de nuestra felicidad. Y nuestro prójimo también sufre daño, porque se ve privado de un bien que, de otro modo, habría recibido.