La fuerza de la oración

Por: Jaime Ybarra

“Caminaba apresurado, más rápido de lo que hubiera querido. Le habían invitado a la Gran Casa. Era una invitación que no podía rehusar. La esperaba desde siempre y hoy, por fin, le había llegado. Eran muchos los que hablaban de la Gran Casa, pero ninguno daba muestras de haberla conocido. ¡La Gran Casa! La siempre esperada, pero la desconocida. Todos esperaban su invitación. Hablaban con admiración de ella sin tan siquiera conocerla. Necesitaba aminorar la marcha. Tenía que reflexionar sobre lo que le esperaba al llegar. Qué comportamiento debía seguir una vez flanqueada esa puerta que ya tenía a su vista.
– Parece mentira, se decía a si mismo.
– Yo, que he pisado multitud de moquetas, que he entrado en importantes despachos, que de todos los sitios he salido complacido y, ahora, me flaquean las piernas pensando cómo será mi acontecer en la Gran Casa.

La puerta se abrió. Le estaban esperando con un recibimiento afable. Allí dentro, todo era conocido. Un escalofrió le recorrió el cuerpo. Él, que había sido tan incrédulo, temió que ese todo se convirtiera en la nada en la que durante tanto tiempo había navegado. Le sobrecogió pensar que le habían llamado para imponerle el castigo de vivir eternamente en esa nada. ¡Ahora que se le había mostrado el todo! Una voz dulce de mujer le llamó por su nombre y su palabra le envolvió en la tranquilidad”.

Bernardino despertó de su sueño, empapado en sudor. La fiebre le consumía. Su tiempo se estaba acabando. Sin embargo, era la visión que había tenido en su agitado dormir, quien le estaba quitando el sosiego. Junto a su cama, acompañando sus últimos instantes, estaba su amigo de la infancia. Los dos habían seguido caminos distintos en sus respectivas vidas. El de Bernardino, como hombre de negocios. Triunfante en lo material y en lo social. Despegado del mundo religioso. El de su amigo, dirigido hacía la vida ordenada. Bernardino siempre le tomaba el pelo, diciéndole que lo suyo tenía mérito: “¡Haber seguido siempre, a pies juntillas, al mismo jefe!”. Y, encima, siguiendo siempre su doctrina. ¡Eso, sí que tiene virtud! No como él, que tan pronto defendía a uno, como al rato siguiente, al contrario. Dependía de qué lado soplara el viento.

Bernardino contaba a su amigo sacerdote el sueño que había tenido. Este, tomándole la mano, le recordó aquellas oraciones que aprendieron en el colegio. La Salve y el Ave María. Y las repitieron juntos en voz alta. Al terminarlas, Bernardino, apesadumbrado, después de un rato de silencio, volvió a pronunciar una breve plegaria, uniendo palabras entresacadas de las anteriores. ¡Ea!, pues, Señora abogada nuestra, ruega por nosotros los pecadores en la hora de nuestra muerte.
Aquella voz femenina de la Gran Casa, condujo a Bernardino por las maravillas del que todo puede.

 

 

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